Finalizaba el curso pasado y la profesora nos pidió
un relato en el que el motivo a narrar fuera nuestro taller de narrativa.
Para esta historia tuve que pedirle al protagonista
del primer cuento de este curso que lo fuera también en el último. Así que cogí
el teléfono y llamé a Juanillo. Le dije que dejara Sevilla y viniera con su
mujer a Madrid, a mi barrio, Vallecas; yo le pagaba todos los gastos. En cuanto
le confirmé que la oferta incluía un trabajo para su parienta y las
tapas por mi cuenta, no tuvo más remedio que aceptar. Esto es uno de los privilegios
de los que gozamos los creadores. Por muy mal que lo hagamos, somos los putos
amos de nuestro universo.
La temporada que terminaba nos deparó grandes
momentos, destacando tres entrañables visitas a nuestra modesta aula. Quiero
reconocer la generosidad de Juan Jacinto
Muñoz Rengel, Pablo D’Ors y Marga Clark, reputados
cuentistas, novelistas y poetas, que nos concedieron el honor de dedicarnos una
tarde y mostrarnos, además de su sabiduría, su gran condición humana.
Pero no fueron los únicos escritores que pasaron por
clase, ya que tuvimos la gran suerte de contar, durante un curso entero, que se
dice pronto, con nuestra jefa de taller, la insigne Esther Peñas.
Y qué decir de mis queridos compañeros, aunque más
modestos, también escritores. Todos aparecemos, sin decir el nombre, durante la
narración. También se hace referencia, en los sueños de Juanillo, a algunas de
las creaciones de todos los que pasaron por el taller, que,
evidentemente, el lector no va a reconocer.
Desde aquí, mi cariño para Ernesto, Boni, Jesús,
Andrés, Emilio, Tomás, Elsa, Olimpia, Raquel, Luiscar y Mercedes. Espero no
olvidar a nadie.
Por cierto, no os penséis que el único que siempre
está soñando es Juanillo. Lo mismo le pasa a Adolfo Cabrales, que sueña más y
mejor. Para eso es de Bilbao.
Después de aquel triste
incidente en el que el monarca estuvo a punto de espachurrar a la duquesa,
debido a la negligencia en el mantenimiento de las calzadas hispalenses,
Juanillo fue invitado a abandonar su empresa.
Pero, a veces, de una
desgracia surge una oportunidad. Así ocurrió en esta ocasión. Ana, la esposa de
Juanillo, aprovechó un ofrecimiento que le habían hecho tiempo atrás y aceptó
un puesto de asesora en la
Asamblea de Madrid, por lo que se trasladó, acarreando todo
su ajuar, incluyendo a su marido, a un piso en el vallecana barriada de Madrid
Sur.
Ana y Juan parecían
antagónicos. Nadie de su entorno se explicó nunca cómo habían podido acabar
juntos. Era guapa, elegante, culta y discreta. Aunque de buen fondo, él era
feo, majadero, desaliñado y cierrabares.
La señora, con el fin de tener
a su hombre entretenido, movió hilos para matricularle en un celebrado taller
de narrativa del barrio, en el Centro Cultural Paco Rabal, del que había oído
hablar a un novelista en ciernes que trabajaba en su departamento.
Juanillo había disfrutado de
inquietudes literarias en sus años mozos, por lo que no le disgustó la idea,
aunque su pretensión era la de asistir sólo con categoría de oyente.
Apareció un martes, pasadas
las siete, asomando la cabeza entre la puerta y el quicio.
—¿Eh aquí ónde shaprende a
escribir novelah?... Perdón, pisha, es que mentretenío tomándome un carahillo
con la peasho morena del bar dabaho.
Tomó asiento en un extremo de
la sala, al lado de un experimentado señor de
cabeza lisa, que ofrecía orgulloso un hermoso libro escrito por él.
Juanillo andaba un poco
desconcertado entre su compañero de mesa, el escritor, y la señorita Esther, que, según le
habían contado, era novelista, poeta, periodista, y encima maja. Se hubiera
imaginado los papeles cambiados: el hombre dando clase y la chica recibiéndola.
Al terminar la clase, se
despidió de los que giraban a la izquierda: la cariñosa profesora, el poeta que
sanaba recitando con métodos orientales y el novelista en ciernes de
inteligente humor.
Antes habían salido el
maduro escritor, intentando evitar el cambio de ciclo futbolístico, y el discreto creador de haikus, dotado de alta sensibilidad poética.
Acompañó al otro grupo,
formado por la señora de elegante escritura y dulce acento, la peleona
enseñante de camiseta verde y espíritu revolucionario y la apasionada narradora
y poeta, acaparadora de premios, que iban separándose en dirección a sus
hogares. Prosiguió con el culto literato, que temía que sus musas se
enfriaran, la divertida autora de textos escritos en ambos géneros y con el
graciosillo de turno, por el que, de forma inexplicable, parecía mantener un extraño nexo.
Juan dijo adiós a estos últimos
al llegar al Asador Gallego, bar que, decididamente, sustituiría a su
añorada “La Macarena”.
Aunque distintas a las de su
tierra, pudo deleitar ricas tapas y variados caldos, que le permitieron llegar
cenado a casa y con ganas de acostarse.
Como ocurriría todos los
martes del curso, tras su visita al mesón, en el espiritoso sueño se
sumergirían imágenes del taller literario. Esa noche soñó que seguía desempeñando su oficio, pero en las calles de Madrid, al
lado del Hotel Ritz, donde se enamoró de una bella dama que, desnuda en su
balcón, le suplicaba que atrapara, antes de que llegara al suelo, el pañuelo de
seda que se escurrió de sus manos y que después se encargaría de entregárselo.
A la siguiente semana, sus
sueños le trasladaron al infierno, donde, en un diario sin tiempo, se rebelaban
los pequeños demonios, que se creían, los muy ingenuos, que iban a conquistar
la décima. Su mujer le despertó cuando, entre chorretones de sudor, cantaba: Rajar,
partir, pelar, cortar la carne del cristiaanooo!
A Juanillo empezaron a
preocuparle las noches de los martes. Veía que el binomio cuentos y Asador
Gallego era, más que fantástico, explosivo. No obstante, después de hacer una
valoración de la situación, acompañado de un reserva del Bierzo, prefirió no
prescindir de ninguno de los componentes.
Otro día soñó que le pedían
un rescate por Toro, un perro que hasta ese momento desconocía, aunque,
después de leer la carta, decidió que no iba a pagar nada por él, pues se
imaginó que la raptora era la pesada de su vecina. De repente, surgió una
terrible tormenta, encontrándose ante un viejo caserón, donde tres muchachas,
al verle, gritaron de tal forma que hicieron despertar a Ana.
La mujer intentó que no
continuara sus clases durante el siguiente trimestre, debido a las terribles
noches que solía darle los martes. Los miércoles por la mañana procuraba
fijarse en su compañero de trabajo, el novelista en ciernes, en busca de restos
de la tarde anterior, pero no encontraba nada que no apreciara otros días.
Juan seguía de oyente. Decía
que aprendía mucho más escuchando a sus compañeros que haciendo sus propios
escritos. Tampoco negó lo bien que se lo pasaba y todo lo que se reía durante las clases.
Aquello era como una sesión
continua. Se sucedían los martes, el mesón y los tenebrosos sueños, sueños de
ciencia ficción. Esa noche se vio rodeado por unos malvados que querían abusar
de él, pasó cerca de una comisaría, pero se escondió en un portal y, cuando
entraron los maleantes, se despertó desasosegado. Volvió a dormirse y, con su
cuaderno de bitácora, apareció en Lisboa, en un museo de antiguos, junto a
Marcel Proust. Subió en ascensor hasta el último piso de un edificio de
oficinas y ahora estaba caminando por las calles de Barcelona, con sus zapatillas
de felpa.
Otra noche, después de no
dejar ni una pizca de pulpo a la gallega con cachelos, tuvo un sueño mucho más
relajado, donde, delante de una ventana con vistas al desierto, su mujer y él se correspondían con bellas
cartas de amor. Aquella noche, Ana
también durmió poco, aunque por otros motivos.
A la siguiente semana, Juan se
acostó con una pata de madera de sándalo, que le llevaba corriendo a toda
velocidad, intentando salvar al señor Lavander, que esperaba, con la maleta
preparada, una visita inoportuna. De
repente se encontraba delante de una mesa con cinco pizzas y diez hamburguesas,
mientras unos autómatas, que discutían sobre la existencia de Dios, observaban
como le resbalaba la grasa por la barbilla.
Por primera vez, Juanillo
empezó a plantearse seriamente abandonar esa rutina. Se dio de margen una
semana.
Aquella noche, el sueño empezó
triste, por una amistad defraudada, continuó llorando por el accidentado final
del amor entre un niño y su perro. Pero lo peor fue cuando se encontró una
guadaña ante sus ojos, a la que se dirigió diciendo: Hola, muerte, te saludo.
Se despertó llorando. Se abrazó
a Ana y le prometió que se acabarían los martes. Dejaría de ir allí. Ningún martes más
volvería a pisar el Asador Gallego. Eso sí, el taller de la señorita Esther no lo dejaba.