Un cuento de Navidad, con narrador
externo, en tercera persona omnisciente, o sea, que todo lo sabe, como si fuera
Dios. Pensándolo bien, es el tipo de narrador más adecuado, ya que se trata de
un cuento navideño. El final podría ser feliz… o no!!!
La profe nos dijo que deberíamos evitar
lugares comunes. Tendré que localizarlo en Tanzania o Laponia, pensé. Menos mal
que en clase me aclararon que, en literatura, se denomina lugar común a las situaciones tópicas o las típicas
frases que todo el mundo usa, tipo “ya te vale” o “por activa y por pasiva” o
“como si fuera Dios”, etc.
La historia se desarrolla en Madrid y en
Vega de Pas. Este bonito pueblo sí lo conozco, no tuve que mirar el Google
Maps, aunque sí debí “webear” para saber algo más de sus costumbres o sobre el
tipo de ganadería autóctona. En cuanto al barrio del trabajo de Adelaida, lo conozco por referencias.
Me tomé la licencia de utilizar a dos personajes
reales, Tito y Valvanuz, familiares conyugales (un saludo, chicos), que aparecen
desinteresadamente. Sobre todo porque no lo saben.
En cuanto a Jaime, el protagonista del relato
anterior, tuve que negociar con él. Estaba fraguando una asociación de víctimas
de Cuentón. Desistió de seguir con la idea, al comprometerme a darle un papel
más dichoso en otro cuento, a poder ser en este nuevo curso, que, por cierto,
comenzó el pasado martes, con un aumento de precio del cien por cien.
Para ambientar el cuento, coloco una
imagen de cada ubicación. Y de regalo, unos sobaos pasiegos. ¡Que aproveche!
Antonio, al que
todo el pueblo llama Toño, estaba explicando a Adelaida como eran unas
navidades auténticas: mucha nieve; una cabaña con establo; y buena carne, buen
queso y mejor leche, por supuesto de sus vacas.
Pedro, hijo de
Antonio, viajó desde Madrid para convencer a su padre de que fuera a pasar el
fin de año con su familia. Antonio
intentó resistirse; alegó que a él la ciudad se le hacía grande, que no
tenía humor para fiestas y, sobre todo, que Mauricia, su vaca rojina, de las
pocas vacas autóctonas que quedaban en la comarca, llevaba muy avanzada la
preñez, aunque él bien sabía que no se esperaba el alumbramiento hasta finales
de enero. Desde hacía 10 años, cuando
murió su mujer, no había abandonado el pueblo, salvo algún desplazamiento a
Torrelavega, a la feria de ganado; y todos los años se había negado a ir a casa
de su hijo.
Tuvieron que
hablar con Leandro, el mejor amigo de Antonio, para que durante esos días
cuidara de los animales y de la cabaña. Leandro se ofreció, muy amable,
mientras se le escapaba alguna sonrisa maliciosa, porque sabía que lo que menos
le apetecía a Toño era ir a pasar las fiestas con la familia de su hijo.
El día de los
inocentes, el día de los imbéciles, se dijo Antonio, pensando en sí mismo,
llegaron padre e hijo a casa de éste. Allí estaban Esther, su nuera, a la que
el suegro tragaba poco; decía que era una sabihonda, que dominaba las técnicas
de ordeño, aunque nunca hubiera tocado una vaca; Silvia, su nieta, una niñata
de 15 años, que le besó con cara de asco, sin molestarse en quitarse los
cascos, que chirriaban chundachunes; y Toni, su nieto pequeño, que se estaba
haciendo ganso y ya no era tan gracioso como cuando jugaba con las gallinas en
la cabaña de verano.
Esa misma noche...
¡bingo!, se dijo Toño; vinieron a cenar los padres de su nuera. Si lujosos eran
los señores, no menos lujosos eran los manjares. El pasiego adujo falta de
apetito y sólo comió jamón de pato, ¡qué cursilada!, pensó, y queso
gorgonzola; con los quesos que él hacía; eso sí, se puso morado de vino y
pasteles, que le parecieron superiores.
El abuelo ocupó la
habitación de su nieto Toni, por lo que éste tuvo que dormir en la de su
hermana Silvia, para lo cual tuvieron que preparar una cama supletoria. A la
chica no le sentó nada bien ese cambio y le provocó tal rebote que estuvo más
de dos minutos dando patadas al colchón de su hermano, hasta que un error en la
medición del puntapié, le ocasionó un fuerte golpe en el empeine con el somier,
con su correspondiente grito; hecho que produjo en su hermano, que estaba hasta
las narices de sus pavadas, tal ataque de risa, que los padres aparecieron por
la puerta, casi como por arte de magia, con una cara que hicieron tragarse
gritos y risas a los niños. Toño, que estaba escuchando todo, anhelaba la placidez
de sus vacas.
A la mañana
siguiente le tocó a Antonio pasear a sus nietos por el centro, zona que no le
era desconocida. La niña, que creía que ya se había jubilado de estos
menesteres, con un morro monumental, no hacía más que pararse a ver escaparates
y colarse en cada tienda, enfureciendo a su abuelo, que tenía que pasar a
arrancarla de los percheros; el niño, que resultaba mucho más cariñoso, no
hacía más que calentarle la cabeza con la cantidad de juguetes, consolas,
aparatos y demás estupideces que había pedido a los Reyes Magos. Fueron a ver,
como habían sugerido los padres, el famoso Cortilandia; muy bonito al
principio, pero en cuanto empezaron los pisotones de los padres con sus niños a
hombros, los matasuegras a un palmo de
su cara y las vuvuzelas de las narices, cogió a los chicos y se los llevó a
toda leche de allí, aunque las corrientes humanas y el olor a calamares les
dirigieron a la Plaza Mayor ,
donde petardos y más vuvuzelas hicieron
al abuelo acordarse de los progenitores de unos cuantos. Pidieron unos
bocadillos en uno de los bares de las calles aledañas, ya que Toni no paraba de
repetir, cantando cada vez más rápido y más alto, “¡yo quiero uno!”; aunque al
final lo dejó casi entero, pues no se parecían a los que hacía su madre.
Por fin se
escaparon de la maraña humana y, cuando iban a coger el metro en la
Gran Vía , Antonio contempló los edificios
de la Telefónica
y de Radio Madrid, rememorando los meses que pasó en la capital haciendo el
servicio militar, allá por mediados de los sesenta. Recordó aquel día en que
varios soldados acudieron como oyentes a un programa musical, aliviándose, después, en un club de la calle de La Ballesta , de sus necesidades sexuales. Decidió
que esa misma tarde daría una vuelta por allí.
Hizo como había previsto.
Recorrió las calles de la zona, Desengaño, Ballesta, Barco, sin reconocer nada
de lo que vio. Necesitaba ir al servicio y entró en una cafetería de la calle
Valverde; una vez adentro, se sentó en
una mesa y pidió una cerveza; se acercó con la botella una mulata de unos
cincuenta años, que se sentó a su lado y le susurró que le invitara a un
refresco. Antonio enseguida se dio cuenta de que lo que había cambiado era el
aspecto de los locales, pero que la actividad todavía seguía presente en la
zona. Accedió a la petición de la mujer y estuvieron conversando durante largo
rato. La morena le invitó a otra cerveza, algo que no era habitual, por
supuesto, a escondidas de su jefa. Cuando salió del local, fue despedido con
una amplia sonrisa y con una mirada que desnudó el alma del vaquero.
A la tarde
siguiente se presentó en el Lúxury, la cafetería donde trabajaba la caribeña.
Ésta se puso muy contenta al verle, y éste se puso más contento todavía.
Antonio, a sus 65 años, a pesar de lo trabajado que estaba, tenía muy buen
aspecto; era alto, fuerte, ágil, con poblado pelo cano y despiertos ojos
claros; además, vestía la ropa que le había regalado su hijo, bastante más
nueva y moderna que la que solía usar, y que a su nuera le ponía tan nerviosa.
Tomaron cada uno un par de consumiciones y charlaron de sus vidas. Adelaida,
que era como se llamaba la cubana, le relató los duros años pasados en su país
y sus experiencias, si cabe más penosas, en España, donde había llegado treinta
años atrás. Antonio, que no solía ser de muchas confidencias, le contó como era
su trashumante vida de vaquero; en verano se mudaba con sus enseres principales
y sus animales a la cabaña de la montaña; en invierno tocaba mudarse a la
cabaña del barrio de Pandillo, en Vega de Pas. Esta forma de vida le parecía a
la mujer tan fascinante como arcaica.
La dueña del local
tuvo que llamar la atención a Adelaida, para que atendiera a otros clientes, ya
que si tuviera que haber una chica por cliente, el Lúxury iría a la ruina. No
tardó en despachar a un par de aburridos cuarentones y volvió con Antonio,
encadenando otra vez un montón de risas y temas, y en uno de ellos él le
explicaba cómo eran unas navidades auténticas. Se despidieron hasta el día
siguiente, dándole ella dos sonoros besos, susurrándole al oído “hasta mañanita,
mi amol”.
Nada más salir de
la cafetería, buscó Antonio una cabina, que le costó lo suyo encontrar, y llamó
a Tito, el panadero del pueblo; no estaba; cogió el teléfono la simpática
Valvanuz, su hija, a la que Toño tenía mucho cariño, ya que durante los
veranos, desde que era pequeña, solía acompañar a su padre, en el Land Rover, a
repartir el pan por todas las cabañas del monte. Por favor, búscame a Leandro y
dile que me llame a este número a las once y que diga lo que te voy a contar…
Ya te vale Toño, le dijo la chica, con lo que daría yo por un fin de año en
Madrid, y para una vez que vas a casa de tu hijo...
Se puso la
muchacha el abrigo y se presentó en un pispás en el Méjico, bar donde Leandro solía echar la
partida.
Estaban recogiendo
la mesa, cuando sonó el teléfono. Papá es para ti, es Leandro, parece
preocupado. Antonio cogió el inalámbrico, habló con tono serio, colgó y dijo:
—Mañana me marcho
a primera hora. Leandro dice que Mauricia tiene toda la pinta de parir, que no
cree que pase de mañana. Ya sabéis que nadie en el valle conoce a las rojinas
como yo, así que quiero estar presente; con el último parto hubo muchas
complicaciones. Es una pena, porque estoy muy a gusto en vuestra casa, pero ya
sabéis que un vaquero no debe abandonar a sus animales.
Una risita, que no
pudo disimular, seguida de un carraspeo, se le pudo oír a Silvia, que, por fin,
recuperaría su habitación y podría hacer una “fiestuqui” de fin de año con sus
amigos.
—Qué pena, —dijo
su nuera con voz melosa—, ya habíamos preparado todo para mañana, menuda fiesta
de nochevieja nos esperaba; también iban a venir mis padres y mis hermanos.
Seguro que te lo hubieras pasado muy bien.
—Papá, te llevo yo
al pueblo, nos vamos a primera hora y estoy de regreso por la tarde.
—Por Dios, hijo,
tú tendrás mucho que hacer mañana en casa; no te preocupes; me cojo el primer
autobús para Santander, me recoge Leandro en Entrambasmestas, y antes de la una
estoy allí.
A las siete de la
mañana del día 31 de diciembre, mientras arrancaba el autobús, Antonio decía
adiós a su hijo por la ventanilla. Entre los diez pasajeros que ocupaban el
autocar, comprobó Toño con desilusión, no se encontraba la mulata Adelaida.
Te cojo un sobao que, si es pasiego de verdad, estará buenísimo.
ResponderEliminar¡Cuántas historias entrelazadas! Vacas y mulatas juntas...
Me ha gustado mucho.
Abrazos.
Un buen anfitrión debería de saludar a sus fieles, ¡venga, anímate y lanza unos saluditos aunque sean con la mano!
ResponderEliminarHasta pronto.
Sorprendido por las vuvuzuelas, trompetilla del mundial de futbol, ¡te falta rematar si pare o para! La mulatilla
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