
Estábamos ya en febrero de 2011,
cinco meses de curso, y llegó el momento; ya nos había amenazado el primer día.
Creo que ese fue el motivo por el que una tímida adolescente, la única que se había
matriculado en el taller, no volviera a la segunda clase. No es que no fuera capaz de escribirlo, sino que no me la imaginaba
leyendo un cuento de este tipo delante de un montón de adultos que podrían ser
sus padres. Alguno, incluso, su abuelo.
“Vamos a escribir en todos los
estilos”, nos había advertido Felicitas, “incluido el pornográfico y el erótico”.
Menos mal que nos quedamos con el último. Aunque no sé que es peor, porque en
el primero puedes escribir cualquier barbaridad, sin ningún pudor, y en el
erótico debes tener mucho cuidado en no sobrepasar esa delgada barrera que
separa los dos estilos, límite muy difícil de reconocer.
Cualquiera que me conozca se dirá
que cómo es posible que escriba esas cosas, con lo formalito que parece. Dos
cosas: primero, la narrativa no tiene por qué, ni debe, ser autobiográfica y
segundo, yo tuve que preguntar experiencias a amigos y compañeros, de ambos
sexos. A mí, no se me ocurría nada. Lo digo, sobre todo, por mis más allegados,
no sea que me retiren la palabra, por depravado.
Cuando terminé de leer el cuento
en clase, pensando en lo bien que me había quedado, la profesora me espetó
diciéndome que si pensaba que tenía que escribir un tratado de anatomía. Tuve
que retocar y quitar todos los términos relacionados con mis dolores de
espalda: lumbares, dorsales, cervicales…, los más usuales para mí.
Eso sí, no hay nada más
terapéutico que dedicar una tarde a leer cuentos eróticos. Hasta los más
recatados (como yo) y los que no se ríen nunca ese día se tronchan,
produciéndose tal cantidad de rubor, que el incremento de temperatura no baja
de cinco grados.
Aquí os lo dejo, en la pantalla.
Cuidado, no sea que queme.
Sentada enfrente
suyo; la falda negra de raso, blusa blanca, sus encarnados labios, los ojos
negros más radiantes que nunca, a pesar de la perdida mirada, como si él no
estuviera al otro lado. No concebía esa frialdad. Ella era la imagen que él se
había labrado hace tiempo. Uno sesenta y cinco, delgada, curvatura perfecta,
pechos redondos, del tamaño justo para tardar en mirar el suelo, con esas
puntitas curiosas que quieren ver, y se hacen notar.
Eran muchos los
viajes que habían hecho juntos. No podría ser que hubiera olvidado aquel fin de
semana, aquel viernes en que él la llevó a la casa de montaña que, amablemente,
le ofreció su compañero de oficina. Aquellos paseos por la nieve; resbalones,
caídas; agarrados de la mano, sin guantes, para sentir la transmisión de calor
a través de las líneas de la vida. Los besos suaves, ardorosos, que inundaban
sus bocas de candente deseo; los abrazos, con mutuas caricias labiales entre
los rincones escondidos de la lana que cubría sus cuellos. Después, en el hogar,
con las juguetonas llamas desprendidas por la chimenea como única luz, la cena
que él preparó, fría, para compensar; con ese vino gran reserva que con tanto
esmero eligió y que exprimieron hasta el último mililitro.
Quizás no se
acordaba de que después bailaron; los discos de vinilo del amigo, de música
francesa; entre risas; primero apretando bien las manos, después uniendo sus
labios con regusto a Borgoña de trece grados, para seguir entrelazando sus
lenguas como una maraña de serpientes dentro de un cesto. Los dedos de ella
desabrochándole la camisa, acariciando con sus yemas los rizos torácicos,
descendiendo lentamente. Las masculinas manos hurgando debajo de la blusa de
florecitas rosas, jugueteando con el broche del sostén, amenazando con deslizar
el cierre; provocando efluvios perfumados de sus axilas, con aromas de limón
dulce, erizando los pezones hasta casi atravesar el algodón.
Tal vez arrinconó
entre sus recuerdos, que después del baile besó su cuello, con suavidad,
cosquilleando la piel de su hombre, bajando lentamente, mientras él cerraba los
ojos, sintiendo un hormigueo que levantaba su vello; ella continúo a izquierda
y derecha, mordisqueando los excitados picuelos,
despejando con la lengua la pequeña selva que cubría su vientre, hasta llegar
al borde algodonoso del calzoncillo, hundiéndose como un topo en busca de su
madriguera.
No podía haber
olvidado como él desabotonaba su ropa, mientras con sus labios hacía descender
los tirantes de la lencería; después se soltaba el cierre y se descubría ese
busto perfecto, con formas concéntricas, rígidas, puntiagudas, que el degustó
como el mayor de los manjares y a ella, entre leves quejidos, le hacía rozar el
éxtasis. Después la prensó con sus brazos, mientras se fundían los pechos y se
friccionaban los sexos, todavía arropados.
De seguido, fueron
soltándose las prendas más intimas; ella circunvaló el deseado trofeo; él
saboreó el jugo de la ansiada fruta; nunca sus cuerpos habían recibido tanto
mimo, preparando la conquista final. Fue la primera vez, espléndida, pero aún
así, no fue la mejor.
Viernes mediodía,
el metro les llevó hasta el aeropuerto; allí les esperaba un vuelo destino al
archipiélago, donde se desatarían todos sus instintos animales, envueltos por
el suave clima subtropical. Habían reservado un apartotel en la volcánica isla,
en un ático asomado a un acantilado.
En los largos
pasillos mecánicos de la terminal empezaron los juegos, los simulados tropiezos
acabados con roces bajo la espalda de ella o la caricia furtiva, con la mano atrás, al tesoro de su chico. Como de costumbre,
había retraso en la partida. Almorzaron en un restaurante de comida rápida;
tomaron varias cervezas para sofocar la sed; la pilsen da ganas de siesta; la
siesta es un momento mágico, pero faltaba el lecho.
En un extremo de
la amplísima sala de espera había una zona apartada, con un fotomatón, una
maquina de fotocopias y tres cabinas telefónicas con puertas de madera que no
llegaban hasta el suelo. Salió una pareja de aquel lugar, quizás de hacerse
unas fotos, o tal vez de hacerse algún otro tipo de retrato; no quedaba nadie
más.
"¡Allí!", se
apresuró a decir ella, mientras se abrasaban sus senos; no vestía pantalones,
la cosa sería fácil. Aparcaron las bolsas en la misma cabina, intentando tapar
el hueco de la puerta. Ayudó a la mujer a apoyarse en el pequeño mostrador, al
lado del teléfono, donde figuran las tarifas y los prefijos de los diferentes
países. A duras penas pudo desabrocharse el cinturón, el botón y la cremallera
del pantalón, y éste cayó hasta los zapatos. Con dificultad podía moverse entre
el reducido espacio y el equipaje. Ladeó el slip,
descubriendo su ansia, mientras apartaba la femenina lencería. Ella se dejó
escurrir lentamente. Cuando se iniciaba el contacto más intimo, empezó a
desquebrajarse el apoyo, a la vez que una voz infantil gritaba, “¿Qué pasa,
mamá?”, y la madre le contestaba, “¡Vamos hijo!, ¡serán guarros!”; “¿Por qué
mamá?, ¿qué hacen?” “¡Atención, atención! Los pasajeros con destino..., pasen
por la puerta de embarque”.
Se levantaron
apresuradamente, se adecentaron, se escondieron detrás de las gafas de sol,
miraron por todos lados, para comprobar que nadie los veía; pero un grupo de
jóvenes, haciendo grandes esfuerzos, se tragaban las risas. Corrieron hasta la
puerta anunciada y avanzaron por el pasillo extensible que les introduciría en
su avión. Todo el viaje lo pasaron leyendo, o
haciendo que leían, como chicos buenos, para evitar que nadie les
relacionara con la pareja de la cabina.
Una vez en el aposento
insular, en la azotea que miraba al océano desde la cercanía, rieron
rememorando el episodio aeroportuario, mientras cenaban amenizados con la
música rompedora de las olas contra las rocas; finalizando después lo que no
pudieron terminar por el accidente, pero esta vez utilizando un apoyo más
firme. Entonces, sí pudieron saciarse.
Aunque parecía
distante, sentada enfrente, su pensamiento no podía separarse de él; e,
igualmente, consideraba que su hombre la estaba ignorando. Unos centímetros más
alto que ella, figura de atleta, pelo y ojos castaños, bien grandes, nariz
respingona; respondía al modelo de hombre que ella se había forjado.
No podía ser que
hubiera olvidado cuando ese viernes de mediados de junio, después de salir del
trabajo, partieron rumbo a la playa, al apartamento de una tía suya. Era la
primera vez que ella le invitaba a aquella casa que tanto frecuentaron. La
temperatura era extraordinaria y había pocos veraneantes, todavía no había
terminado el curso escolar. A escasos kilómetros del pueblo abundaban
magníficas playas, que se encontraban desiertas. El agua estaba fresca, pero
sólo molestaba en el primer chapuzón, después resultaba tonificante. Nada
impedía lucir su desnudez; esos jóvenes y magníficos cuerpos dorándose bajo los
vespertinos rayos solares. Las zambullidas, corriendo, cogidos de la mano;
buceando, con los ojos abiertos, contemplando sus formas desfiguradas por la
refracción de la luz. Se burlaron de los senos empitonados y de la fálica
menudencia, que el caprichoso frescor marino provocaba. Se entretuvieron
atravesándose entre las piernas; juguetearon a comerse, aunque entre gritos y
risas, como un tiburón lo hace con un pez más pequeño; abrazaron las burbujas
que se formaban entre sus cuerpos. Tanto juego acabó en febrícula, continúo en
moderado ascenso y terminó con un pico de fiebre, cuyo remedio era único, y,
allí mismo, dentro del agua, tuvieron que auxiliarse.
Después, un largo
paseo por la playa, con los dedos entrelazados, deteniéndose cada pocos metros
para observarse y comprender todo lo que se deseaban. Sus sombras se iban
alargando por la horizontalidad del poniente. La sensación de ser los únicos
habitantes del planeta les llenaba de felicidad; el pensar en una eternidad en
tal idílico paraje. El relente les impulsó a juntarse y a sentirse como una
piel continuación de la otra.
Cenaron en una
terraza del puerto, con exquisito pescado y una fría botella de vino blanco.
Desde dentro del restaurante se escapaban las notas de un tango y observaron a
las celosas estrellas que por el cielo pasaban. La noche fue tierna y larga.
Aunque le mirara
sólo en alguna ocasión, de reojo, ella estaba triste, porque una vez más, como
casi todos los viernes, él se iba a levantar y se marcharía. Él, afligido, como
casi todos los viernes, tenía que dejarla. Después en sus respectivas casas,
prepararían otro viaje de fin de semana, acompañados de sus desconocidos amantes.
El chico se levantó echándole una furtiva última mirada. Ella, de soslayo, le
hizo un último retrato, para poder observarle durante los próximos días. Quizás
algún viernes se atreverían a hablarse.
Cuentón

¡Ostras! Te quedó bien subidito de tono.
ResponderEliminarMe ha hecho muchísima gracia cuando dices: "Ladeó el slip, descubriendo su ansia..." Es buenísimo. No me imagino yo a mi galán seduciéndome de esa manera, con su slip ladeado.
¿Aún te extrañanas de que te eligieran en humor? Jolínes, si eres una máquina de hacer risas.
Un abrazo.
A lo mejor, no te lo imaginas porque no habéis viajado a Lanzarote en Ryanair, tomando unas cuantas rubias en el McDonald de Barajas a causa del retraso. No obstante, tendríais que tener mucho cuidado con los apoyos de las cabinas.
ResponderEliminarUn abrazo.
¿Por qué lo llaman humor cuando quieren decir erotismo? Deberíamos tener una categoría para nosotros los erotómanos en 20 minutos...
ResponderEliminar¡Bonito relato! ¿pero no creo que nadie te retire la palabra por esto no? Es muy, muy elegante... el arte de las palabras... :-)
Muchas gracias Dora. Me alegro de que te haya gustado. Te invito a que leas los otros cuentos, aunque sean de estilos diferentes.
ResponderEliminar...llegará ese Viernes!
ResponderEliminarEnhorabuena Cuentón y éxitos.
Saludos.
Ramón
Muchas gracias Ramón. Que alguien lea mis cuentos y le gusten ya es un éxito.
ResponderEliminarMe ha gustado el cuento ;-)
ResponderEliminarSaludos y si os gusta el deporte os recomiendo: http://xurl.es/9ik46