
La nueva
propuesta de mademoiselle Esther fue
la de escribir un cuento de terror. Lo primero que pensé fue en uno sobre un concejal de urbanismo de una localidad costera, pero lo rechacé, pues podría resultar demasiado aterrador para un hipotético
lector.
En él se
debería narrar daño físico, crueldad, maltrato psicológico… Por supuesto que yo
no tenía ni idea de escribir literatura de este estilo, ni tampoco había leído
mucho al respecto. Las únicas experiencias que podrían aportarme algo de ayuda las
debería encontrar en lo cotidiano. Y otra vez recurrí al ámbito escolar, que,
no en pocos casos, supone una vivencia terrorífica para muchos niños.
Como es
lógico, no logré que el cuento suscitara demasiado miedo, y eso que busqué un
título que pudiera implicarlo. Cualquiera de los programas de cotilleo de las
tardes televisivas exhibe una dosis de tensión mayor que mi escrito. Por tanto,
te recomiendo, si es que te gusta sentir escalofríos, que conectes los
auriculares, cierres los ojos y escuches este tema (creo que se me va viendo el plumero) de Pink Floyd : “Eugenia, ten cuidado con el hacha”. Después lee el cuento.
—¿Tiemblas? —Sonó
el verbo como un martillazo en el cráneo de Quique, que llevaba varios minutos
diluido en el enunciado de un ejercicio de matemáticas.
Miró hacia arriba,
mientras el compás desenfrenado de su pecho le asustaba aún más que esa
inesperada pregunta.
—¿No seguirás con
fiebre? —continúo el profesor, con un tono más modulado.
—No… Bueno, todavía
no me he curado del todo —rectificó, encontrando en esa pregunta una coartada
para disimular la angustia que le aprisionaba—, pero creo que puedo continuar.
“Quique, márchate
a casa. El próximo sábado tengo que acabar un trabajo en el colegio. Puedes venir
de diez a once y haces el examen. Nadie te molestará”, le había dicho cinco
días antes don Francisco, en su despacho, después de acariciarle la frente y
comprobar su elevada temperatura. Por el rabillo del ojo, el chico había observado a
Aníbal, que le miraba desde el quicio de la puerta y reía con esas facciones
que muestra cuando trama alguna perversidad.
Allí se
encontraba, una tormentosa mañana de sábado, en un viejo despacho alumbrado con
una triste bombilla, que hacía aún más tenebroso el arcaico mobiliario del
edificio más antiguo del complejo escolar Santo Espíritu, antaño internado,
donde, según Faustino, el cojo conserje del centro, también antiguo alumno, hace décadas encerraban a los escolares rebeldes que, una vez consumado el castigo, cambiaban de tal forma que nunca
más volvían a desobedecer.
Aníbal era sobrino
del capellán y, desde párvulo, se movía por los interiores del colegio como
una rata en los subsuelos de la ciudad, mordisqueando todo lo que podía, sin
que su angelical zalamería pudiera delatarle. Siempre se hacía acompañar de dos
cafres, que aportaban la fuerza bruta al trío. Esa sonrisa que dedicó a Quique
en el despacho del jefe de estudios sólo podía significar que hoy era el día
señalado para cumplir su promesa. “Estoy esperando el momento adecuado para
marcar esa carita de niña”, le amenazó una mañana en que, armado de valor, le
había dicho al profesor de Música que estaba harto de que Aníbal no dejara de
molestarle.
Unos lenes
lamentos de la añeja tarima del pasillo alertaron al muchacho. Aumentaban los
quejidos del suelo a la par que se le disparaban las palpitaciones. Una mano
giró sobre el cerco de la puerta, cerrando el interruptor de la luz. Quique
escupió un ahogado grito.
—¿Quién anda ahí?
—Inquirió la sobresaltada voz de mademoiselle Silvie, la profesora de Francés,
a quien todos asociaban con los devaneos de don Francisco—. ¡Qué susto me has
dado, Quique! No sabía que estabas aquí.
El alumno no podía
concentrarse en unas preguntas harto sabidas. Temía el final de la hora y
encontrarse en la salida con esos desalmados. Llevaba varios días conviviendo
con la congoja, más que con sus padres, que pasaban casi todo el tiempo en el
hospital, acompañando al desabrido tío Anselmo, que siempre le había tratado
con desdén.
—Ya es la hora,
Quique, márchate —ordenó el profesor—. Puedes salir por la portezuela de la
capilla.
El muchacho
recogió los avíos con parsimonia y se dirigió, con lentos movimientos, hacia el
oscuro oratorio, siguiendo con la mirada un tenue halo, que penetraba por una
rendija del postigo. Separó unos centímetros la contraventana para inspeccionar la calle y vio, en una esquina,
a tres chavales, cubiertos con capuchas, charlando risueños, mientras el más
grande mostraba a los otros su destelleante puño derecho.
—¡Vamos Quique!,
no te entretengas —. Le apremiaron desde el interior.
—¡Adiós, don
Francisco! —A punto estuvo de derrumbarse y contárselo todo, pero subió su
gorro, se santiguó, abrió la puerta y, mirando al suelo, giró raudo a la derecha.
Unas pisadas
surgieron a su espalda. El chico aceleró la marcha que, en pocos segundos, se
convirtió en carrera, buscando el paso de cebra. Al pisar la primera raya le
paralizó el frenazo de un coche que a punto estuvo de atropellarle.
—¡¿Qué te pasa
hijo?! —Gritó su padre desde la ventanilla—. Venimos a buscarte. Sube, nos
vamos al pueblo, el tío ha muerto. ¿Tiemblas? Tranquilízate, llevábamos días
esperándolo.
Quique, recostado
en la trasera del coche, logró dilatar su ritmo cardiaco y, proyectando una
sonrisa, se dijo: “¡Ya te vale, tío Anselmo! Has tenido que esperar hasta tu
muerte para hacerme un buen regalo”.

Hola, Cuentón.
ResponderEliminarMiedo miedo, no me ha dado mucho, será porque yo soy muy valiente, jajaja.
Nunca he escrito tampoco nada de terror (en el sentido estricto del terror), sí alguna cosa de terror psicológico, pero muy mala así que no tengo experiencia.
Me ha gustado y tan sólo te comentaría una cosilla y es en el párrafo que comienza con "Allí se encontraba, una tormentosa mañana de sábado, en un viejo despacho..." ¿Te has fijado que no hay ni un sólo punto? Seguro que sí y que tiene su intención.
Un abrazo y nos vemos.
Pues sí es verdad. Un párrafo entero sin un solo punto. Si escribiera bien, podría presumir de parecerme a los buenos escritores.
EliminarEn cuanto a lo del miedo... Mejor quítale la etiqueta. Y si te gusta sin etiqueta, mejor.
Un beso, valiente.
A mí lo que realmente me ha dado miedo son los píopíos del pulcino entrelazados en ese "Miraverelhacha, tunanta" de esa gran banda llamada Pink Floyd. Qué forma tan horrenda de destrozar un temazo. Te mando un besazo tembloroso
ResponderEliminarComo veo que es difícil hacerle callar al Cuentín, voy a tener que sacarle al patio.
EliminarUn beso, rubiak.