
Nos
encontramos en enero de 2011. Felicitas nos pide un cuento de cuatro a seis
páginas, utilizando la técnica narrativa del racconto, flashback, retrospección…,
o sea, que dejemos de ser tan lineales en la narración y empecemos a alternar
presente, pasado e, incluso, futuro; intentando usar varios narradores, hasta en el mismo párrafo. Estaba claro que la Navidad no había enternecido a la profe;
volvió más férrea todavía.
La
creación literaria te permite fantasear personajes o utilizar otros basados en seres
reales. En “Arropado”, me permití realizar un pequeño tributo a una persona
cercana, a la que estimas, y que, desafortunadamente, hoy ya no está. En este cuento
le rodeé de una familia imaginada y le inventé una
vida distinta, excepto en lo relativo a su enfermedad.
Otras de
las licencias que te permites es la de plasmar situaciones que, de alguna
forma, quieres elogiar o denunciar. Hace unas semanas, falleció un compañero de
colegio, de mi misma edad, y por el mismo motivo que el que inspiró al protagonista de mi relato. El tabaco.
No
obstante, creo que hay que reírse de cualquier situación y, lo más importante,
de uno mismo. Nuestro personaje de lo que no carecía era de humor. También, hay
que reconocer que el tabaco tiene sus cosas buenas. Qué sería del hombre del vídeo
sin un cigarro. Inimaginable.
Después de hacer una estimación del posible agotamiento de "Los cuentos tontos", el famoso blog pseudoliterario de los tres seguidores y medio, he decidido publicar sólo dos entradas al mes, al principio y a mediados. Para darle un poco más de vidilla.
“No te preocupes,
cariño, todo va a salir bien. En este hospital están los mejores especialistas.
Te van a quitar ese bicho de la laringe y pronto nos vamos a olvidar de ello.
Bueno, me olvidaré de ello, pensé, pero seguro que no me olvido de mi chester sin filtro. No soy nadie sin mi
pitillo en la boca; lo que no voy a hacer es chupar ese plástico mentolado que
venden en la farmacia. Ven, mi niña, Martita; que bonita eres; vale ya de
besos, que luego no vas a tener hambre si me comes la mejilla. Bueno, vosotros
podéis darme un beso también, que vuestra hermana os deja un poco de padre;
venga Silvia, guapa, que seguro que vas a convertirte en una bióloga de Nóbel,
cuando des con la panacea universal. Juanan, campeón, al menos dame un abrazo;
pero que hacen esas lágrimas, a ver si el otro hombre de la casa se me va a
poner a llorar, que dentro de un rato estoy aquí de nuevo, en esta habitación;
y nos vamos a ir todos a recibir el nuevo siglo a las Canarias, en bañador. Carmela,
cielo, dame un besito de esos que me das algunas noches; ¡Ah!, perdón, que
están los niños”.
Me van a
intervenir otra vez, y he vuelto a vivir, ensimismado, esta misma situación,
pero de hace diez años, cuando me quitaron aquel tumor de la garganta; ocupaba
justo la habitación de al lado. Entonces, a pesar de la grave enfermedad,
llevaba una vida normal; ahora estoy hecho un guiñapo; una mano, la derecha, ya
la tengo inutilizada; la izquierda, según; nada más darme derrames, jodido, se
queda inmóvil, como ahora, luego me voy recuperando poco a poco; siempre he
sido diestro, pero ya me he acostumbrado usar la zurda, aunque tengan que
partirme los filetes; pero la fabada, que es lo que más me gusta, puedo comerla
solo, eso sí, como mucho, una vez cada dos meses, hay que cuidar las venas. Lo
peor es el hablar. Cuando me hicieron la traqueotomía, tuve que ir al foníatra,
a aprender a comunicarme, con esa voz de extraterrestre, que hasta a mí me daba
miedo, y al principio tanto asustaba a Martita, y después, cuando ya me
manejaba, uno de los ictus me dejó sin habla. Dicen los médicos, que el mal
estado de mis arterias es consecuencia de tanta radioterapia. Cómo pude llegar
a ese extremo, con las veces que me decía Carmela que dejara el tabaco, que vas
a acabar como tu padre; pero yo, con mi cabezonería, o con mi adicción, le
decía, no te preocupes, que si veo que me va mal, lo dejo; pero ya fue
demasiado tarde.
Martita, como ha
cambiado desde la otra vez hasta ahora; claro, tenía diez años y ahora veinte,
pero sigue siendo mi niña, tan cariñosa, me sigue comiendo a besos. Parece
anteayer cuando nació, ese lluvioso día de noviembre, con esa carita achinada.
A Carmela no le habían hecho la amniocentesis, ahora me alegro, si se la
hubieran hecho, no estaría aguantando ahora estos tragos como lo estoy
haciendo. Nada más nacer, todo era un valle de lágrimas, eso sí, nunca delante
de ella. Carmela, en cuanto perdió la barriga posparto, se quedó en los huesos,
y yo, bueno, es que es más difícil que a mí se me quite el apetito. Después nos
acostumbramos a esa sonrisa, que todavía no ha perdido. Sus hermanos la
consideraron como un juego, en el buen sentido, no como esos juguetes que
utilizas dos días y luego abandonas; es que la veneran, cualquiera de ellos
daría la vida por ella. Cuando vienen a casa, no van a ver ni a su padre ni a
su madre, lo primero, corriendo a por su hermana, y ella, como loca. Lo que nos
costó encontrarla el colegio adecuado; cambiamos cuatro veces, hasta que dimos
con esa institución que nos aconsejó un compañero de Carmela. "¡Señorita!, me
concede el placer de bailar con la futura maestra, muchas gracias, bailemos.
¡Ah!, ¿a usted también le gustan los boleros?, que casualidad, a mí también".
Cuanto daría por poder hacerlo el próximo junio, cuando mi niña acabe el
bachillerato y apruebe la selectividad, que seguro que lo consigue, y le
organizaremos una fiesta. Quién podría imaginarse, cuando yo tenía su edad, que
estas criaturas tan especiales podrían estudiar como los demás, claro, que es
muy lista y se lo ha currado mucho.
Ya me está
haciendo efecto el relajante, pero prefiero no dormir; que es lo que hago
durante casi todo el día. Encima, no puedo leer, cuando dejé de hablar, también
perdí la capacidad de lectura. Me jodió, sobre todo porque había pagado la
suscripción del periódico para el año completo. La tele, vaya birria, cambias
de un canal a otro y sólo ves princesas, la del barrio, la del pueblo, la del
país. Menos mal que me queda la radio, y como estoy todo el día adormilado, me
desvelo por las noches, y escucho ese programa de fantasmas y psicofonías; como
yo, que hablo psicofónicamente; pero el que más me gusta es el otro que viene
después, con música tan relajante, donde la presentadora habla tan bajito y la
gente llama para contar sus problemas. Ahí sí que se ven casos delicados, lo
mío es fastidiado, pero ya me estoy acostumbrando, y tengo a mi familia; pero
alguna pobre gente vive verdaderos dramones. A veces me he dicho, voy a llamar,
para dar ánimo a ese pobre hombre, o esa mujer, que son las que más se
sinceran, y luego me digo, ¿dónde vas?, como no te comuniques por telepatía.
¡Hombre!, aquí
viene mi Juanan; quién le ha visto y quién le ve. ¡Ay!, me pinchas con esas
púas. Casi uno noventa, viviendo con su novia, su chica, o su mujer; me da lo
mismo como se diga; esa barba que se está dejando, parece un hombre, claro que
tiene veintiocho años, que voy a pretender que parezca, ¿un crío? De pequeño
era poquita cosa, tenía complejo de bajito. No se me olvida aquel día, tendría
diez u once años, le llevé al Bernabéu, para que lo conociera; bueno, y de paso
lo conocía yo también; eran las últimas temporadas de la quinta del Buitre.
Estaba como loco, y eso que el partido acabó empate. Le compré una bufanda que
todavía se pone alguna vez. Nos quedamos haciendo tiempo por los alrededores
del estadio, por la puerta por donde salían los jugadores, con una libreta en
la mano; no veíamos a ninguno; de repente, ¡qué susto!, dio un respingo; un
indio muy alto con coleta le pone la mano en el cuello, y le dice, con un
acento extraño "¿Chivo, te estampo una rúbrica?" Después, tan contento, con su
autógrafo de Zamorano. Lo que le costaba estudiar, pensaba que no iba a
terminar el BUP, y al final, ingeniero agrónomo; aunque creo que ha sido por su
afición al vino; cualquiera diría que es un borrachín, lo que ocurre es que su
vocación es la enología.
Silvia no ha
llegado aún, espero que llegue antes de que me bajen. Tiene tanto trabajo en
ese laboratorio; además no ve la hora de terminar, le apasiona su profesión, desde
pequeña. Acabó segunda en su promoción y no le costó mucho encontrar un puesto
en una multinacional, en Boston. Desde hace tres años, cuando me dio el primer
jamacuco, volvió a España; enseguida se colocó en una farmacéutica, en
Alcorcón; el pequeño Boston, dice ella cuando se toma una copita de vino bueno,
de esos que trae su hermano, el único alcohol que prueba. Desde que llegó, no
para de trabajar, aunque ella no me lo cuenta, sé que investiga sobre temas
vasculares. Se angustia viéndome tan hecho polvo; cuando viene a casa, me
saluda, y enseguida se va a su habitación, al rato vuelve con los ojos rojos.
Sufro más yo de verla así, que por mi estado, con el que estoy acostumbrado a
convivir, al fin y al cabo, todavía puedo caminar, incluso me afeito con la
eléctrica cuando me funciona el brazo izquierdo. No estaría mal que pudiera
recargarlo, como a la maquinilla.
¡Vaya! Ahora me
pica la nariz. Intento levantar la mano izquierda para rascarme, pero apenas la
elevo unos centímetros. Muevo la pierna y le doy un pequeño golpe a Carmela,
que está sentada en el borde de la cama.
−¿Te pasa algo
cariño? −me atiende con su paciente y amable voz.
No sé qué hacer
para que me entiendan. Hago un mohín con la nariz y los labios −me imagino como
un cerdito mocoso− intentando que se me entienda; pero nada; lo único que
consigo es una risotada de Marta.
−A ver, ¿te duele
algo? Si es así, asiente con la cabeza.
Yo, negando.
−¿Quieres ir al
baño? ¿Tienes sed? Sabes que ahora no puedes beber.
Intento
incorporarme; Carmela me ayuda; y cuando ya estoy sentado sobre el colchón,
acerco la cara a su jersey y restriego el hocico hasta que se me pone colorado.
−¡Ah! Que te
picaba la nariz −otra carcajada de Marta.
Treinta y tres
años de casados y cuatro de novios. Siempre tan unidos. ¡Miento!, no siempre.
Después de nacer el segundo, anduve tonteando con aquella mensajera que traía a
la oficina los papeles de la gestoría. Nos vimos un par veces. Yo decía que me
quedaba porque había mucho trabajo; y no mentía; me quedaba allí
y trabajaba, pero en temas más carnales. Andaba yo cerca de los cuarenta, y no
sé qué tontería se me metió en la cabeza. No pude aguantarlo, tuve que
contárselo a Carmela, era un sinvivir; la desazón me corroía las entrañas.
Tengo que reconocer que me asombró la respuesta de Carmela; estaba esperando
que me lo contaras, me dijo; estuvimos unas semanas casi sin hablar, pero los
niños, sobre todo la mayor, lo sufrían, por lo que tuvimos que llegar a un
acuerdo, que todavía cumplimos. Desde entonces, todo ha sido un engranaje
perfecto. Cuando hicimos 10 años de casados, allá por el ochenta y siete, que
dejamos a los pequeños con mi cuñada, Marta aún no había nacido, viajamos una
semana a Menorca, como si fuéramos novios. Fuimos a ver atardecer a las cuevas
d’en Xoroy, un espectacular mirador, que también funcionaba como discoteca, en
mitad de un acantilado, donde en los días claros se distinguía el faro de
Capdepera. Bebimos unos cubalibres, estábamos tan contentos, bailando sin
parar; cuando ya nos decidimos a irnos, vimos lo que a un señor, que estaba
sentado al lado nuestro, le cobraban por una cerveza. Le dije a Carmela, “y una
mierda, nos van a dar un sablazo que vamos a tener que quedarnos en el hotel
sin salir lo que queda de vacaciones”. No quería, pero la convencí para irnos
sin pagar, seguro que, entre tanta gente, no se enteraban. Ella saldría
primero, con mucho disimulo, y a los cinco minutos me escaparía yo. Pasó media
hora cuando vino ella, toda sofocada, a buscarme. Dos alemanes gigantescos me
tenían retenido en la recepción; yo no llevaba dinero, lo tenía ella en el
bolso; tuvimos que pagar, claro, todo abochornados, con la amenaza de llamar a la Guardia Civil ; "españoles tenían que ser", se decían los germanos, "no sé cómo les han dejado
entrar en la Comunidad Europea".
Carmela quería matarme, nunca había pasado tanta vergüenza. La verdad es que,
más de una vez la he hecho ponerse colorada con mis ocurrencias.
El celador ha
venido a por mí. Carmela me tranquiliza, "en un momento te desobstruyen las
carótidas y verás como cesan los ictus". Me llevan en la cama por el pasillo del
hospital, rodeado por Carmela, Juanan y Marta; falta Silvia. "¡Papá, papá!" escucho; es ella, viene corriendo. Me besa en la frente, con los ojos rojos,
como siempre. Arropado por ellos, no sentiré el frío en el gélido quirófano.
Cuentón
Cuentón

Muy bueno.
ResponderEliminarMuchas gracias, MCB.
EliminarJó, me dejas con los pelillos de punta.
ResponderEliminarMuy buen cuento Vicente.
¡Qué malo es el tabaco y qué tontos somos!
Un abrazo.
Piénsatelo, Towanda.
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