jueves, 1 de noviembre de 2012

9. Arropado

Leer el cuento
Nos encontramos en enero de 2011. Felicitas nos pide un cuento de cuatro a seis páginas, utilizando la técnica narrativa del racconto, flashback, retrospección…, o sea, que dejemos de ser tan lineales en la narración y empecemos a alternar presente, pasado e, incluso, futuro; intentando usar varios narradores, hasta en el mismo párrafo. Estaba claro que la Navidad no había enternecido a la profe; volvió más férrea todavía.
La creación literaria te permite fantasear personajes o utilizar otros basados en seres reales. En “Arropado”, me permití realizar un pequeño tributo a una persona cercana, a la que estimas, y que, desafortunadamente, hoy ya no está. En este cuento le rodeé de una familia imaginada y le inventé una vida distinta, excepto en lo relativo a su enfermedad.
Otras de las licencias que te permites es la de plasmar situaciones que, de alguna forma, quieres elogiar o denunciar. Hace unas semanas, falleció un compañero de colegio, de mi misma edad, y por el mismo motivo que el que inspiró al protagonista de mi relato. El tabaco.
No obstante, creo que hay que reírse de cualquier situación y, lo más importante, de uno mismo. Nuestro personaje de lo que no carecía era de humor. También, hay que reconocer que el tabaco tiene sus cosas buenas. Qué sería del hombre del vídeo sin un cigarro. Inimaginable.
Después de hacer una estimación del posible agotamiento de "Los cuentos tontos", el famoso blog pseudoliterario de los tres seguidores y medio, he decidido publicar sólo dos entradas al mes, al principio y a mediados. Para darle un poco más de vidilla.
... Un saludo a todos.



“No te preocupes, cariño, todo va a salir bien. En este hospital están los mejores especialistas. Te van a quitar ese bicho de la laringe y pronto nos vamos a olvidar de ello. Bueno, me olvidaré de ello, pensé, pero seguro que no me olvido de mi chester sin filtro. No soy nadie sin mi pitillo en la boca; lo que no voy a hacer es chupar ese plástico mentolado que venden en la farmacia. Ven, mi niña, Martita; que bonita eres; vale ya de besos, que luego no vas a tener hambre si me comes la mejilla. Bueno, vosotros podéis darme un beso también, que vuestra hermana os deja un poco de padre; venga Silvia, guapa, que seguro que vas a convertirte en una bióloga de Nóbel, cuando des con la panacea universal. Juanan, campeón, al menos dame un abrazo; pero que hacen esas lágrimas, a ver si el otro hombre de la casa se me va a poner a llorar, que dentro de un rato estoy aquí de nuevo, en esta habitación; y nos vamos a ir todos a recibir el nuevo siglo a las Canarias, en bañador. Carmela, cielo, dame un besito de esos que me das algunas noches; ¡Ah!, perdón, que están los niños”.

Me van a intervenir otra vez, y he vuelto a vivir, ensimismado, esta misma situación, pero de hace diez años, cuando me quitaron aquel tumor de la garganta; ocupaba justo la habitación de al lado. Entonces, a pesar de la grave enfermedad, llevaba una vida normal; ahora estoy hecho un guiñapo; una mano, la derecha, ya la tengo inutilizada; la izquierda, según; nada más darme derrames, jodido, se queda inmóvil, como ahora, luego me voy recuperando poco a poco; siempre he sido diestro, pero ya me he acostumbrado usar la zurda, aunque tengan que partirme los filetes; pero la fabada, que es lo que más me gusta, puedo comerla solo, eso sí, como mucho, una vez cada dos meses, hay que cuidar las venas. Lo peor es el hablar. Cuando me hicieron la traqueotomía, tuve que ir al foníatra, a aprender a comunicarme, con esa voz de extraterrestre, que hasta a mí me daba miedo, y al principio tanto asustaba a Martita, y después, cuando ya me manejaba, uno de los ictus me dejó sin habla. Dicen los médicos, que el mal estado de mis arterias es consecuencia de tanta radioterapia. Cómo pude llegar a ese extremo, con las veces que me decía Carmela que dejara el tabaco, que vas a acabar como tu padre; pero yo, con mi cabezonería, o con mi adicción, le decía, no te preocupes, que si veo que me va mal, lo dejo; pero ya fue demasiado tarde.

Martita, como ha cambiado desde la otra vez hasta ahora; claro, tenía diez años y ahora veinte, pero sigue siendo mi niña, tan cariñosa, me sigue comiendo a besos. Parece anteayer cuando nació, ese lluvioso día de noviembre, con esa carita achinada. A Carmela no le habían hecho la amniocentesis, ahora me alegro, si se la hubieran hecho, no estaría aguantando ahora estos tragos como lo estoy haciendo. Nada más nacer, todo era un valle de lágrimas, eso sí, nunca delante de ella. Carmela, en cuanto perdió la barriga posparto, se quedó en los huesos, y yo, bueno, es que es más difícil que a mí se me quite el apetito. Después nos acostumbramos a esa sonrisa, que todavía no ha perdido. Sus hermanos la consideraron como un juego, en el buen sentido, no como esos juguetes que utilizas dos días y luego abandonas; es que la veneran, cualquiera de ellos daría la vida por ella. Cuando vienen a casa, no van a ver ni a su padre ni a su madre, lo primero, corriendo a por su hermana, y ella, como loca. Lo que nos costó encontrarla el colegio adecuado; cambiamos cuatro veces, hasta que dimos con esa institución que nos aconsejó un compañero de Carmela. "¡Señorita!, me concede el placer de bailar con la futura maestra, muchas gracias, bailemos. ¡Ah!, ¿a usted también le gustan los boleros?, que casualidad, a mí también". Cuanto daría por poder hacerlo el próximo junio, cuando mi niña acabe el bachillerato y apruebe la selectividad, que seguro que lo consigue, y le organizaremos una fiesta. Quién podría imaginarse, cuando yo tenía su edad, que estas criaturas tan especiales podrían estudiar como los demás, claro, que es muy lista y se lo  ha currado mucho.

Ya me está haciendo efecto el relajante, pero prefiero no dormir; que es lo que hago durante casi todo el día. Encima, no puedo leer, cuando dejé de hablar, también perdí la capacidad de lectura. Me jodió, sobre todo porque había pagado la suscripción del periódico para el año completo. La tele, vaya birria, cambias de un canal a otro y sólo ves princesas, la del barrio, la del pueblo, la del país. Menos mal que me queda la radio, y como estoy todo el día adormilado, me desvelo por las noches, y escucho ese programa de fantasmas y psicofonías; como yo, que hablo psicofónicamente; pero el que más me gusta es el otro que viene después, con música tan relajante, donde la presentadora habla tan bajito y la gente llama para contar sus problemas. Ahí sí que se ven casos delicados, lo mío es fastidiado, pero ya me estoy acostumbrando, y tengo a mi familia; pero alguna pobre gente vive verdaderos dramones. A veces me he dicho, voy a llamar, para dar ánimo a ese pobre hombre, o esa mujer, que son las que más se sinceran, y luego me digo, ¿dónde vas?, como no te comuniques por telepatía.

¡Hombre!, aquí viene mi Juanan; quién le ha visto y quién le ve. ¡Ay!, me pinchas con esas púas. Casi uno noventa, viviendo con su novia, su chica, o su mujer; me da lo mismo como se diga; esa barba que se está dejando, parece un hombre, claro que tiene veintiocho años, que voy a pretender que parezca, ¿un crío? De pequeño era poquita cosa, tenía complejo de bajito. No se me olvida aquel día, tendría diez u once años, le llevé al Bernabéu, para que lo conociera; bueno, y de paso lo conocía yo también; eran las últimas temporadas de la quinta del Buitre. Estaba como loco, y eso que el partido acabó empate. Le compré una bufanda que todavía se pone alguna vez. Nos quedamos haciendo tiempo por los alrededores del estadio, por la puerta por donde salían los jugadores, con una libreta en la mano; no veíamos a ninguno; de repente, ¡qué susto!, dio un respingo; un indio muy alto con coleta le pone la mano en el cuello, y le dice, con un acento extraño "¿Chivo, te estampo una rúbrica?" Después, tan contento, con su autógrafo de Zamorano. Lo que le costaba estudiar, pensaba que no iba a terminar el BUP, y al final, ingeniero agrónomo; aunque creo que ha sido por su afición al vino; cualquiera diría que es un borrachín, lo que ocurre es que su vocación es la enología.

Silvia no ha llegado aún, espero que llegue antes de que me bajen. Tiene tanto trabajo en ese laboratorio; además no ve la hora de terminar, le apasiona su profesión, desde pequeña. Acabó segunda en su promoción y no le costó mucho encontrar un puesto en una multinacional, en Boston. Desde hace tres años, cuando me dio el primer jamacuco, volvió a España; enseguida se colocó en una farmacéutica, en Alcorcón; el pequeño Boston, dice ella cuando se toma una copita de vino bueno, de esos que trae su hermano, el único alcohol que prueba. Desde que llegó, no para de trabajar, aunque ella no me lo cuenta, sé que investiga sobre temas vasculares. Se angustia viéndome tan hecho polvo; cuando viene a casa, me saluda, y enseguida se va a su habitación, al rato vuelve con los ojos rojos. Sufro más yo de verla así, que por mi estado, con el que estoy acostumbrado a convivir, al fin y al cabo, todavía puedo caminar, incluso me afeito con la eléctrica cuando me funciona el brazo izquierdo. No estaría mal que pudiera recargarlo, como a la maquinilla.

¡Vaya! Ahora me pica la nariz. Intento levantar la mano izquierda para rascarme, pero apenas la elevo unos centímetros. Muevo la pierna y le doy un pequeño golpe a Carmela, que está sentada en el borde de la cama.

−¿Te pasa algo cariño? ­−me atiende con su paciente y amable voz.

No sé qué hacer para que me entiendan. Hago un mohín con la nariz y los labios −me imagino como un cerdito mocoso− intentando que se me entienda; pero nada; lo único que consigo es una risotada de Marta.

−A ver, ¿te duele algo? Si es así, asiente con la cabeza.

Yo, negando.

−¿Quieres ir al baño? ¿Tienes sed? Sabes que ahora no puedes beber.

Intento incorporarme; Carmela me ayuda; y cuando ya estoy sentado sobre el colchón, acerco la cara a su jersey y restriego el hocico hasta que se me pone colorado.

−¡Ah! Que te picaba la nariz ­−otra carcajada de Marta.

Treinta y tres años de casados y cuatro de novios. Siempre tan unidos. ¡Miento!, no siempre. Después de nacer el segundo, anduve tonteando con aquella mensajera que traía a la oficina los papeles de la gestoría. Nos vimos un par veces. Yo decía que me quedaba porque había mucho trabajo; y no mentía; me quedaba allí y trabajaba, pero en temas más carnales. Andaba yo cerca de los cuarenta, y no sé qué tontería se me metió en la cabeza. No pude aguantarlo, tuve que contárselo a Carmela, era un sinvivir; la desazón me corroía las entrañas. Tengo que reconocer que me asombró la respuesta de Carmela; estaba esperando que me lo contaras, me dijo; estuvimos unas semanas casi sin hablar, pero los niños, sobre todo la mayor, lo sufrían, por lo que tuvimos que llegar a un acuerdo, que todavía cumplimos. Desde entonces, todo ha sido un engranaje perfecto. Cuando hicimos 10 años de casados, allá por el ochenta y siete, que dejamos a los pequeños con mi cuñada, Marta aún no había nacido, viajamos una semana a Menorca, como si fuéramos novios. Fuimos a ver atardecer a las cuevas d’en Xoroy, un espectacular mirador, que también funcionaba como discoteca, en mitad de un acantilado, donde en los días claros se distinguía el faro de Capdepera. Bebimos unos cubalibres, estábamos tan contentos, bailando sin parar; cuando ya nos decidimos a irnos, vimos lo que a un señor, que estaba sentado al lado nuestro, le cobraban por una cerveza. Le dije a Carmela, “y una mierda, nos van a dar un sablazo que vamos a tener que quedarnos en el hotel sin salir lo que queda de vacaciones”. No quería, pero la convencí para irnos sin pagar, seguro que, entre tanta gente, no se enteraban. Ella saldría primero, con mucho disimulo, y a los cinco minutos me escaparía yo. Pasó media hora cuando vino ella, toda sofocada, a buscarme. Dos alemanes gigantescos me tenían retenido en la recepción; yo no llevaba dinero, lo tenía ella en el bolso; tuvimos que pagar, claro, todo abochornados, con la amenaza de llamar a la Guardia Civil; "españoles tenían que ser", se decían los germanos, "no sé cómo les han dejado entrar en la Comunidad Europea". Carmela quería matarme, nunca había pasado tanta vergüenza. La verdad es que, más de una vez la he hecho ponerse colorada con mis ocurrencias.

El celador ha venido a por mí. Carmela me tranquiliza, "en un momento te desobstruyen las carótidas y verás como cesan los ictus". Me llevan en la cama por el pasillo del hospital, rodeado por Carmela, Juanan y Marta; falta Silvia. "¡Papá, papá!" escucho; es ella, viene corriendo. Me besa en la frente, con los ojos rojos, como siempre. Arropado por ellos, no sentiré el frío en el gélido quirófano.

Cuentón      
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