miércoles, 1 de mayo de 2013

21. El apareamiento de los seláceos abisales


Leer el cuento

Transcurría la primavera de 2012 cuando tuve que escribir este cuento. Andaban los ánimos algo calientes por el Reino de España, aunque la situación podría no ser tan mala comparada con la existente en el momento de publicación de este capítulo.

Se puede decir que yo estaba más rebotado, no voy a extenderme en detalles, que una de esas canicas de goma que si las lanzas con mala leche saltan varias veces hasta el techo. Igual que yo, la gran mayoría de mis compatriotas; algunos no, también hay que reconocerlo. Parecía imposible que todos los logros que habíamos conseguido en los últimos años, a pesar de la mangancia generalizada, se estuvieran evadiendo por el desagüe, sin que nadie fuera capaz de colocar un tapón. En vez de avanzar, estábamos retrocediendo en el tiempo. Millones de personas sin empleo y los dirigentes más ineptos y enchufados del país nos pedían que realizáramos trabajos como voluntarios. Parecía de ciencia ficción.

Precisamente en este género narrativo debería apoyarse mi cuento. Un género especulativo que puede desarrollarse en el futuro o en el pasado. Yo, que andaba más perdido que un gobernante en una sociedad filantrópica, imaginé otra época, creé términos, inventé nombres, disparaté situaciones, le puse un título absurdo… Todo ello pervertido por mi estado de ánimo. Total, una verdadera chapuza literaria.

Pensando en acompañar la narración reparé en un tema del grupo granadino Los Planetas. El título viene al pelo: “Ciencia ficción”, pero la letra…, en la letra mejor no nos fijemos, porque a lo mejor no es tan de ciencia ficción.


El apareamiento de los seláceos abisales

—¡Para quieto, Hispanio!, no husmees los desinfectantes—, reprendía a su rubio y saltarín hijo una acicalada señora vestida con un rutilante traje de hilo de antracita.

—¿Has oído cómo se llama ese niño?—, inquirió Asturio a Ilerdina, su madre.

—Sí hijo, ya me he dado cuenta. Deben de ser de familia heráldica. Lo raro es que estén utilizando este dispensador, en el meridio de la gilípolis. No me extrañaría nada que, cuando cumplas los cuarenta y cinco y consigas la licencia para servir, ese niño rico, u otro como él, se prestara voluntario para realizar sin estipendio la función que se te haya asignado y a ti te enviaran al estacionamiento de inactivos.

—Eso nunca va a ocurrir. Me iré con papá. Seguro que él me proporciona una buena licencia y nadie me arrebatará mi función.

—Como se están poniendo las cosas, Asturio, nadie te la arrebatará si es una función que no quieran desempeñarla ni los chimpates, o si la libras en el rincón más abrupto del más lejano de los planetas asociados.

Madre e hijo abandonaron el dispensador, después de recoger de la cadena distribuidora, entre otras adquisiciones, la pieza de repuesto que habían encargado hacía unas semanas,  y pasar el anillo de hidroitrio por el lector de saldos.

A la salida se encontraron con una pequeña trifulca. Dos hombres de  desfigurado aspecto, uno alto, con restos de pelambre ambarina, y el otro achaparrado, moreno de piel y de pardusco cabello, discutían por una loseta donde implorar caridad.

—Déjame este espacio, me corresponde. Tú eres un advenedizo—, reclamaba el alto, mientras empujaba a su adversario.

—Tengo tanto derecho como tú. Mis antepasados llegaron a esta gilípolis centurias ha—, replicaba con fuerza el chaparro.

—¡Quietos! —gritó, mientras detenía su motocabina un voluntario, posiblemente de familia heráldica, que habría arrebatado su función a algún guardián de paz; seguro ya en el estacionamiento de inactivos.

        Asturio, que había insistido a su madre para que pagara por ver el espectáculo, miraba la escena con gran interés.

        —Enseñadme vuestros anillos. Esos no, los de hidroitrio. Por lo que veo, te llamas Siberio —manifestó al talludo—. Tus predecesores llegaron hace una treintena de lustros. Tu estirpe —reveló al moreno— se presentó hace docena y media de décadas. La loseta te corresponde a ti, Guayaco.

        Madre e hijo marcharon, después de que el árbitro dispersara a los espectadores, previo abono de los derechos de contemplación.

        Una vez en la vivienda familiar, colocaron las adquisiciones dentro del almacén intervecinal, en los cajones accesibles desde el habitáculo, excepto la pieza que debían reponer en la cápsula de televacíado.

        —¿Ya estás preparado?—, apremió Ilerdina a su hijo, una vez reparada la cápsula.

        —¡Sí! Me llevo los anteojos de platino, con ellos se ven mucho mejor las especies abisales. Ya puedes abrir la trampilla.

        —Acuérdate de lo que tienes que decir a tu padre.

        Pasaron una quincena de segundos, desde que la madre cerró la portezuela, hasta su apertura, en el interior de una cámara acristalada, en lo más remoto del Ártico, a seis mil metros de profundidad.

        ­—Pero que alto estás, Asturio, ya se te queda pequeña la cápsula; tendré que hacerte una más grande. Menos mal que habéis podido repararla ¡Deprisa! —apremió Titulcio a su hijo—, que falta poco para que se apareen los seláceos abisales, y esto sólo se puede ver cada tres años.

Pasadas un par de horas, después de dar cuenta de una suculenta merienda, con comestibles orgánicos, como se hacía un par de siglos atrás, se despidieron padre e hijo. Cuándo éste iba a introducirse en el reducido artilugio, se volvió hacia su padre.

—¡Ah! Dice mamá que, si no quieres, no vuelvas a la gilípolis, pero que no se te olvide que también eres mi padre, y que con una merienda de vez en cuando, no me alimento todo el año.
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4 comentarios:

  1. Me asustas, eres un visionario, como Julio Verne,. Espero que no lleguemos a eso (del todo) porque estamos cerca ya. Has creado una mezcla de "futuro-pasado" a tener en cuenta y muy bien descrita.

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    1. Espero no haberme quedado corto. Un beso.

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  2. Hola, Cuentón.

    También mis antepasados llegaron a esta gilípolis hace muchos años y jamás más sucia y corrupta que ahora.
    ¿Dónde alquilan naves para pirarse se aquí?

    Estás loco, Cuentón, vaya palabras que se te ocurren. En fin, muy bueno el cuento, la canción del grupo ese que nos has puesto y la introducción.
    Eres un crak.

    Besotazos.


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    1. Estoy tuneando un autobús para convertirlo en cápsula y huir de la gilípolis. Cuando esté terminado te aviso.
      Un beso.

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