Procuro dar a mis cuentos cierto
carácter de cotidianidad, valiéndome, en muchos casos, de noticias que escucho
en los noticieros o de situaciones que surgen en mi entorno. También trato de decorarlos
con una pincelada -o brochazo- de humor, aunque este, a menudo, acaba liberando
un regusto amargo. Pero es que hay historias que no pueden dejarte mejor sabor
de boca.
Por desgracia, el maltrato es un
tema tan habitual, que a veces pasea a nuestro lado sin llamarnos la atención. Puede
sufrirlo cualquier persona, colectivo, raza, clase social... pero hoy en día, el
que más se escucha, quizás también porque toca darle mayor relevancia -y con
ello no quiero decir que no sea tan abominable como los otros- es el que se inflige
a las mujeres. Otras veces he escrito sobre ello. Recuerdo ahora ‘¡Pero no llores, tonta!’, mi primer relato, donde me hicieron meterme dentro de la piel
de una mujer. Afortunadamente para mí, era solo
maltrato psicológico. Posteriormente vino ‘La reina de la casa’ -este, mucho
más dramático- y, más reciente, Farida.
Como comprobaréis en ‘La
decisión de Amelia’, que nos miren desde el Cielo no parece tan inverosímil. Os
dejo, pues, con el 'Ojo en el Cielo' (Eye in the Sky) de The Alan Parsons
Projet. Un poco de azúcar no le viene mal a este capítulo.
Está intentando abrir
la puerta de la casa. La llave rasga la cerradura alrededor del orificio
dentado, sin llegar a penetrar. Pulsa con fuerza el timbre, pero nadie
contesta. ¡Amelia, mal nacida! ¡Ingrata! ¡Con todo lo que he hecho yo por ti!
Balbucea más alto de lo que él se escucha. El vecino de enfrente le observa
desde la mirilla, como cada noche. Por fin consigue introducir la llave y se
adentra en la vivienda. Las luces están encendidas. Nadie se preocupó de
apagarlas. Llega hasta el salón dándose un golpe con el cerco de la puerta.
Rodea la mesita llena de desperdicios, agarra el mando de la tele y se deja
caer en el sofá, sentándose encima de unas revistas que no se molesta en
retirar. Comería algo, pero ha de conformarse con los dos puñados de cacahuetes
y las muchas cervezas que se ha tomado en "La tasca de Elpidio". Se
queda dormido viendo… ni se ha enterado de qué programa era.
Llega el chico. Casi
tan bebido como el padre. ¡Papa! Grita, despertándole. ¡Ya estás borracho! No
tenemos nada para cenar. Lo poco que queda en la nevera está mohoso. Podrías
preocuparte de comprar algo, en vez de estar todo el día en el bar, le
recrimina, empujando con su pie las piernas que apoya en el borde la mesita. ¡A
que te doy una patada en los huevos!, responde el padre, levantando la rodilla.
Trabaja, aunque sólo sea un día, y cómpralo tú, gilipollas. A ver si tu hermana
trae algo. Ella vendrá cenada, añade el hijo, porque seguro que le habrá comido
el nabo a su novio. Los dos rompen en carcajadas, mientras el joven se sienta y
cambia de canal.
Chirría la puerta y
es la Meli , que
despierta a los hombres, que roncan en el sofá. Canturrea una canción que
escucha por los auriculares. ¿Traes algo de comer?, preguntan. Ella, pasando de
ellos, echa el cerrojo y se encierra en la habitación matrimonial con baño, su
oasis, de la que se adueñó hace meses, cuando los dejó Amelia, su madre. A ver
si pones la lavadora de una puta vez, que llevo quince días con la misma ropa,
le reprocha su hermano. Quien quiera ropa limpia que se la lave y se la
planche, grita la chica tras el tabique. Vagos, que no dais palo al agua. Y a
ver si arregláis un poco la casa, que huele como una pocilga, de cerdos, claro.
Te voy a dar una hostia que te vas a tragar los dientes, arremete el padre, y
ni el Lolo va a querer que se la chupes. Si tienes cojones, me tocas, replica
su hija. Lo llevas claro si te crees que voy a aguantar yo como lo hizo mama.
Eso es lo último que
se escucha, antes de que aparezca la sintonía que da por finalizado el capítulo
diario del programa ‘No olvides a los tuyos’, de la Televisión Celestial.
***
—¡Hola Amelia! Con lo
divino que está hoy el edén para deambular entre nebulosas y tú delante de la
pantalla, viendo esa serie tan terrenal y chabacana, de la que no te pierdes ni
un capítulo.
—Ya. Me entretiene
verlo.
—¿A pesar de que eso
mismo lo padeciste en vida? —cuestiona su etérea compañera.
—Será por eso, por la
cercanía —responde Amelia, mientras comprueba, con la punta de la lengua, como
van regenerándose sus incisivos superiores, que, junto a otras piezas dentales,
fueron golpeadas el último día de su
anterior existencia.
—Cuando llegaste aquí
solo hacías lamentarte de tu cobardía. Pero no te lo reproches, Amelia. Cada
vez entiendo mejor tu decisión. Quizás,
tomarte el frasco de barbitúricos no fue tan mala idea.
— Quizás —responde, mostrando una atribulada sonrisa.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y compartir en las redes sociales picando en los botones de abajo. Hasta la próxima.
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Cuentón
Salió por la puerta falsa. Sigue adelante, Cuentón. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Pepe, aunque el tiempo de Los cuentos tontos va llegando a su fin.
EliminarHola, Cuentón.
ResponderEliminarY tú fiel a tu estilo... Pero ¿qué es eso de que los cuentos tontos llegan a su fin?
Me lo explique.
Un beso grande.
Son muchas quincenas martilleando la literatura. Me ha pedido que deje de golpearla. Pobrecilla, la haré caso.
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