Estábamos ya en junio de 2013 y
faltaban pocos martes para terminar el curso. La señorita Esther tenía pensado
encargarnos dos trabajos comprometedores, por no decir puñeteros. Para el primero nos dijo: "fijaos
bien en quién tenéis a vuestra izquierda, porque para la semana que viene
quiero un cuento, con narrador equisciente -o sea, que no lo sabe todo, sino
sólo lo que ve, como un testigo- y me traéis un relato sobre dicho compañero".
A esas alturas del campeonato nos conocemos todos, pero no
profundamente, claro, pues sólo coincidimos un par de horas una tarde a la
semana y alguna cerveza que otra a la salida. Pero como al empezar las clases
hacemos nuestra ronda anímica, que consiste en indicar cómo nos encontramos, sin decir simplemente
bien o mal, sino desnudándonos un poquito más, sabía de los problemillas músculo-esqueléticos
de los que presumía Teresa, la
compañera que ese día estaba sentada a mi izquierda. Entonces, aprovechándome de
otras cualidades que había observado en ella, decidí desdramatizar sus
dolencias.
Seguro que unos sabrosos melones,
como los del cuento, se cultivan cerca de los psicodélicos campos de fresas
almerienses de Lennon y compañía.
El apetecible melón
Meciendo la cabeza
con un ligero compás, moviendo mínimamente los labios, como si canturreara,
observa el entorno, mientras desciende los veinticinco metros de escalera
mecánica. Avanza tranquila, degustando con la mirada los cruasanes de la
panadería. De estatura menuda y curvas armónicas, Teresa rezuma sosiego y
simpatía.
Pasea entre las
cámaras de los yogures. Mira la fecha de caducidad del flan de café, calcula
mentalmente y determina comprarlo. Se fija en los melones, que parecen tener
buena pinta. Coge uno de rayas doradas, comprueba el peso, y lo devuelve a su
sitio. Ve uno partido por la mitad, se lo acerca al rostro, sonríe, y lo
deposita en la cesta.
Capta un anormal
rumor en el ambiente. Examina su alrededor, sin encontrar nada extraordinario,
y continúa con la compra. Agarra un par de paquetes de leche semidesnatada y
los coloca con los otros productos. Arrastra el cesto rojo gesticulando, como
arrepentida por no haber elegido un carro.
Cuando abandona el
pasillo de los dulces, después de dedicar un buen rato a repasar la estantería
de los chocolates, escucha una suerte de detonación, seguida de un gradual
corte de luces, quedando encendidas solo las de emergencia.
Un enorme murmullo
invade la tienda. Las cajas están paradas y la gente se arremolina alrededor,
reclamando una rápida resurrección eléctrica.
Teresa, con pupilas
de gata, deshace el camino para salir por donde ha entrado. Coge el medio
melón, con la idea de colocarlo en su sitio, pero se lo aproxima de nuevo a la
nariz, entornando los párpados mientras aspira su aroma, y lo pone de nuevo en
la cesta. No parece renunciar al deseado fruto y se ve que pretende clavarle el
cuchillo cuanto antes.
Se acerca a la línea
de cajas, que continúan inoperantes. Mucha gente desaloja el local, abandonando
los carros en mitad de los pasillos. Las cajeras están agobiadas ante tanta
queja. Teresa se fija en un grupo de obreros que manipulan un transformador,
manifestando con sus gestos su sentimiento de frustración.
Se aproxima a ellos y
les pregunta qué pasa. Le dicen que lo han intentado de todas las maneras, pero
nadie sabe cómo arreglarlo.
—Déjenme, soy
ingeniera electrónica —miente, mientras la observan todos con gesto de
asombro—. Tráiganme una escalera.
Se sube con la ayuda
de los trabajadores. Una vez arriba, se gira muy despacio en el último peldaño
y apoya su espalda en la caja de los fusibles. Saca del bolso el mando a
distancia del neuroestimulador lumbar que le ayuda a soportar con dignidad sus
dolores de espalda y le aplica la máxima potencia.
Empiezan a parpadear
los fluorescentes y, por fin, entre aplausos, se ilumina la tienda. Teresa cae
desplomada en los brazos de los operarios que evitan que se dé un espaldarazo
contra el suelo. Cuando consigue abrir los ojos, se encuentra bajo los labios
del joven bombero, cliente de la tienda, que le ha devuelto la respiración,
mientras los curiosos sonríen aliviados, como si igualmente hubieran recobrado
el hálito tras beneficiarse del boca a boca del benefactor.
—¡Señora, señora! ¿Se
encuentra bien? ¿Qué podemos hacer por usted?
—Nada, nada —contesta
Teresa, mientras normaliza el aliento—. Bueno, mejor sí; hay algo que pueden
hacer. Ábranme una caja para mí, sin esperar cola, que estoy loca por llegar a
casa e hincarle el diente a ese melón.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y, si te ha gustado, compatir en las redes sociales, picando en los botones de abajo. Cuentón
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No sé si te lo creerás o no Cuentón, pero en mi frigorífico tengo un melón inspirador de cuentos. Estoy por hincarle el diente y a ver qué sale. Saludos.
ResponderEliminarDeja que se temple un poco y dale caña. Un saludo
ResponderEliminarHola, Cuentón.
EliminarCreo que el trabajo que, tenía su aquél, dio mucho juego. A ti por lo menos.
Unos besabrazos.
Esto de escribir, querida Towi, no deja de ser un juego. Qué te voy a contar que tú no sepas, que eres la "microtales queen".
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