Llegamos al último trabajo del curso 2013-2014 y, como ya
anuncié en el capitulo anterior, nos esperaba otra narración embarazosa. Si
tuve que hacer un relato sobre la compañera sentada a mi izquierda –El apetecible melón-, ahora me tocaba hacerlo sobre mí mismo. Y no en primera
persona, contado por el menda, sino en tercera omnisciente, como si alguien lo
supiera todo sobre este aprendiz de cuentista. Así que me convertí en uno más
de mis personajes, compartiendo historia con un clásico de este rincón
pseudoliterario. Si habéis seguido el blog con regularidad quizás lo conozcáis,
pues fue el protagonista de “Juanillo” y de “Los sueños de Juanillo”
–recomiendo muy, muy, muy encarecidamente su lectura-. Sí, es él, Juan, el cierrabares de Sevilla capital.
Como leeréis más abajo, contamos también con la participación
de Ana, parienta de Juanillo, en la
que creo que se fijó su paisano Raimundo Amador cuando realizaba esta delicada composición.
Sonó el teléfono nada más quedarse dormido. Se
levantó a trompicones y descolgó, sin esconder su enfado.
—¡¿Quién es?!
—¡Cuentón! ¡¿Pasha?,
Pisha! ¿No tabré jodío la siesta?
—¿Qué tal, Juanillo? —disimuló, mientras
recuperaba la sonrisa— No, no, estaba
con el ordenador.
—Apunta esta referencia: LCT01092012. El viernes a
las cuatro de la tarde coges el AVE en Atocha y das ese número. Tasacaó Ana un billete por la güeb. Pasas el fin de semana con
nosotros. Invéntate una excusa pa la
parienta, que pa eso eres escritor.
Sólo tenemos sitio pa uno. Cuando
tengamos una casa más grande os venís todos.
Cuentón se trasladó a Sevilla, donde le esperaba
la pareja en la estación de Santa Justa.
El matrimonio recordaba gratamente los meses que
pasaron en Madrid, invitados por el cuentista. Ana había conseguido a su vuelta
un buen puesto en una consultoría que les permitía vivir desahogadamente, por
lo que decidieron agradecérselo a su progenitor.
Lo que quedaba de día transcurrió apacible. Ana,
verdadera esencia de la velada, más elegante que nunca, segregando una
cautivadora fragancia parisina, preparó un delicioso ágape, que amenizó con un
interesante jazz con tintes andalusíes. Cuentón durmió esa noche en una pequeña
cama, en el cuartito de estar.
El sábado despertó con unos calentitos –como
llaman los sevillanos a los churros- en el Arco del Postigo, empapados en chocolate. Ana, haciendo uso de su sagacidad, prefirió permanecer ajena a la
reunión entre personaje y mentor y se despidió después del desayuno.
A partir de ese momento, empezó la peregrinación.
Juanillo se presentó orgulloso con su creador ante sus numerosos amigos: la
mayoría, propietarios de bares; los otros, simples camareros.
Comenzaron por los aledaños de la catedral y
siguieron por el barrio de Santa Cruz. Visitaron los locales de El Arenal.
Cruzaron el Guadalquivir para llegar a Los Remedios, subiendo después hasta las
tabernas de Triana. Tapearon en la
Alameda de Hércules y, ya casi de noche, descansaron en “La Macarena ”, el bar
favorito de Juanillo.
Éste estaba eufórico, pero Cuentón casi no se
tenía en pie, y eso que había consumido la cuarta parte que el sevillano y
había intercalado cafés, mostos sin alcohol y tónicas. Juan ya le advirtió de
que acabaría perjudicado con tanta guarrería.
Mientras saboreaban marisco del Atlántico,
charlaron de diferentes asuntos,
llegando a sondear en materia más íntima.
—Bueno, Cuentón, ¿qué te parece Ana?
—Me parece una mujer estupenda. Puedes
considerarte afortunado.
—Pues si que lo soy. Pero gracias a ti. Me hiciste
un regalo que no me merezco. Es mil veces mejor que yo.
—No hace falta exagerar. Como te engendré así como
eres, ya sabes a lo que me refiero, decidí compensarte de alguna forma.
—Digo que… si quieres… yo te la presto esta noche.
Contigo no me importa. No se la dejaría a nadie más que a ti. No creas. Pero he
visto como te ponía ojitos. Y tú no dejabas de mirarla. Y, al fin y al cabo,
también es algo tuyo.
—¡Pero qué dices¡ ¡Estás loco! Es tu esposa.
Además tendría que ser ella quien lo decidiera. Tú eres su marido, Juan, no su
dueño.
—Bueno, no te enfades. A ver si te crees que yo,
cuando estuve en Madrid, no lo hice.
—¿Con mi mujer?— inquirió alarmado Cuentón.
—Eso es sagrado. Ni aunque me lo pidiera. Pero la
morena del bar del centro cultural… Menuda hembra.
—¿Os acostasteis?
—Porque no insistí, pero si me lo hubiera
propuesto… Y las chicas del taller de relato, estarás conmigo en que están paerramarlas papas con shoco en el ombligo y comértelo to a lametones.
Dejaron la taberna y pasaron a los tablaos
flamencos. Y en ellos, los destilados, hasta que llegó un momento en que el
cuentista perdió toda noción.
—¡Señor, señor!— le agitaba el hombro una azafata
del AVE, que no podía disimular su desagrado—. Ya hemos llegado a Madrid.
Despierte. Esa que está tirada debe ser su maleta. Ya no queda nadie más en el
tren.
Cuentón sintió repugnancia de sí mismo. El aturdimiento,
unido a la mezcla de sudor, alcohol y perfume francés que embadurnaba su ropa,
favoreció el depósito de un desagradable obsequio en el suelo del vagón, ante
la mirada de odio y asco de la empleada ferroviaria, que casi se cae al
retroceder unos pasos para que no le salpicara el calzado.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y, si te ha gustado, compatir en las redes sociales, picando en los botones de abajo. Cuentón
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La mente nos traiciona...
ResponderEliminarEs incontrolable.
ResponderEliminarEs grato tener esta cita literaria contigo cada dos semanas. ya estoy esperando la proxima...
ResponderEliminarMuchas gracias, Nany. Has sido muy generosa con lo de "literaria".
EliminarHola, Cuentón.
ResponderEliminarEl desagradable obsequio del final no lo recordaba... Eres un buen cuentista y muy aplicado. Te felicito por todo eso.
Un abrazobeso.
Sí, es un final un poco asqueroso. Algunos no saben beber. Abrazobeso también para ti.
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