Comenzó un nuevo curso -no podía
creerme, cuando me matriculé por primera vez, que llegaría a asistir por cuarto
año consecutivo al taller de relato-, aunque las primeras semanas lo hice de
extranjis, pues me quedé en la lista de espera. Se ve que la fama de dicho
evento literario corre como la pólvora. Pero esa pólvora debe estar un
poco mojada, porque los alumnos, en cuanto conocen las intenciones de la señorita
Esther, huyen despavoridos. O sea, que al final conseguí mi plaza. Y como yo
estoy vacunado contra el virus de la estheruela...
Siempre cuesta arrancar con el
primer trabajo. Y mucho más si tiene que ser de ciencia-ficción, estilo que no
goza de mis mayores simpatías. Pero no podía quedar como un flojo ante los
nuevos compañeros. Así que tuve que esforzarme más de la cuenta, dejándome un
par de neuronas en el camino. Percibiendo en mi interior, como consecuencia de esta pérdida, una mayor empatía respecto a
los políticos que nos dirigen.
Y como tema musical os dejo
"María y Amaranta", de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. Caprichos
de cuentista.
Faltaban escasos
minutos para las diez de la noche. Las pocas personas que transitaban por las
calles de la ciudad se apresuraban para llegar a sus hogares antes de la hora en
punto, momento establecido para la recogida.
María y Amaranta
observaban desde una esquina cómo sus vecinos, que movían sus cabezas al ritmo
de pequeñas convulsiones, se despedían con urgencia de sus acompañantes.
Las dos hermanas,
estudiantes de Computación Avanzada, vivían en un pequeño apartamento en la Avenida de la Sumisión. Su
familia permanecía en el pueblo de origen, a más de quinientos kilómetros.
Ellas sí que podían regresar a casa pasada la media noche, aunque solían
encerrarse cuando todo el mundo, para evitar ser denunciadas ante la Gendarmería Superior
en caso de ser vistas después de la hora de recogimiento.
Las chicas llevaban
meses estudiando la manera de manipular el circuito integrado que, como todos sus
conciudadanos, tenían insertado en el cuello, al lado de las arterias
carótidas.
Hasta entonces,
habían logrado que la llamada en forma de sacudidas eléctricas, que aumentaba
en intensidad durante el cuarto de hora anterior a las diez de la noche, y que
sólo cesaba al acercar el dispositivo al punto de control situado en cada uno
de los hogares, a ellas se le retrasara algo más de dos horas.
Desde hacía semanas se afanaban
en la programación de dicho chip, con la ayuda de un nanoprocesador engastado triza a triza -pues estaban prohibidos fuera de los círculos
oficiales- que ocultaban en su cuarto. Se habían marcado el objetivo de
reprogramarlo y manejarlo según sus deseos. No en vano, eran las estudiantes
más destacadas en su especialidad.
Cada noche, mientras
la mayoría de los residentes se cenaban con los borreguiles magazines emitidos
a través de las pantallas de comunicación, ellas preparaban el camino hacia la
libertad. Se embelesaban con los textos, conseguidos de forma ilícita, que
narraban la vida de sus antepasados no mucho tiempo atrás. Sus bisabuelos
llegaron a disfrutar de esos privilegios durante su infancia, hasta que los
líderes mundiales decidieron implantar el SISCAS (Sistema de control absoluto
del súbdito).
—¡María! —se puso de pie Amaranta, subiendo y bajando con agitación los puños
cerrados— , he conseguido desentrañar el último código de los horarios que nos
faltaba.
—¡Yuju! Ahora nos
toca descifrar los del dominio de la voluntad. En una semana seguro que los
tenemos —arguyó eufórica María, que recogía los restos de la exigua cena.
Mientras tanto, en la Triple C (Centro de
Control Ciudadano), cuatro maduros
hombres, con espíritu bohemio, se desternillaban observando a las
jóvenes a través de sus pantallas.
—Bueno, creo que ya
es hora de que se termine el juego —proponía Cánovas, mientras se limpiaba con
un pañuelo la saliva que las carcajadas habían diseminado por su enmarañada barba.
—Habrá que dar un
escarmiento a las gemelas —sugería Rodrigo, que había acompañado su opinión con
unas comillas dibujadas con los dedos índice y corazón— si no queremos sufrirlo
nosotros.
—En todo caso, las
descargas, y de las flojitas, las enviamos cuando estén durmiendo. No quiero que se den un
trompazo contra las losetas y se echen a perder dos de las pocas mentes lúcidas
que moran en esta ciudad. Y después volvemos a bloquear los códigos —planteó
Adolfo, que hacía las veces de jefe de grupo.
—Eso, sin pasarnos ni
un pelo —apostilló Guzmán, que no disimulaba su simpatía por las hermanas,
acrecentada durante los meses en que estuvieron divirtiéndose a costa de sus
quiméricas expectativas—. A ver si resulta que a ninguno de nosotros le hubiera
gustado conseguirlo.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y, si te ha gustado, compatir en las redes sociales, picando en los botones de abajo. Cuentón
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Pues Cuentón, para no gustarte la ciencia ficción no se te da nada mal.
ResponderEliminarSi tengo que escribir ciencia ficción procuro que sea cercana a lo cotidiano, con personajes parecidos a nosotros, añadiéndo algo de humor. Así me parece más real.
EliminarUn saludo, fiel colega.
http://jfbmurcia-mividaenfotos.blogspot.com.es/
Esta muy bien. Inquietante pensar en ese control que salvando lad distancias se terminara imponiendo.
ResponderEliminarCamino vamos de ello.
EliminarUn beso.
De nuevo aquí fiel a mi cita. Esta vez me ha dado que pensar, uff da miedo tanto control.
ResponderEliminarMuy bueno.
Aunque procuro aderezarlo con algo de humor para hacerlo más digestible, los ingredientes, que pueden resultar un tanto insólitos, tampoco creo que sean tan descabellados. No obstante, espero que ese plato no nos lo tengamos que comer nunca.
EliminarGracias, Nany, por tus comentarios y por tus guisos. http://condoscucharas.com/
Hola, Cuentón.
ResponderEliminarNo es fácil, para mí tampoco, la ciencia ficción, pero veo que te desenvolviste como pez en el agua. Muy bien contado como el maestro que eres en tu cuarto año de carrera cuentística.
Un besazo.
Con el Plan Bolonia creo que te dan el título al cuarto año. Quizás tenga que hacerme un Erasmus para convalidarlo. Le preguntaré a Wert.
EliminarUn beso.