Si pensáis que no se puede pedir cuento más rebuscado que el
anterior “La recaída”, os equivocáis. Nuestra querida jefa del taller
de relatos, es decir, la 'buena' de doña Esther, nos exigió que nos convirtiéramos en un ente inanimado –nos dio
varias opciones que no desvelaré, por dar un poquito de intriga a la 'obra'- para después, desde esa posición de objeto, comportarse como una
persona. Y que lo hiciéramos con narrador testigo. Aunque, según la profe , yo utilicé un narrador equisciente; el que sólo conoce y cuenta lo que ve. Todavía estoy
intentando averiguar cuál es ese matiz que los diferencia. Cincuenta cuentos y aún con estas lagunas.
En “Testigo de una vida” -la de doña Manuela- se derramó
mi frágil vena poética, teniendo que correr, en muy malas condiciones, al hospital más cercano para que me aplicaran un torniquete.
Y de banda sonora, el que para muchos es el mejor tema del que para muchos es el mejor grupo de la historia, The
Beatles, A day in the live. Un día en la vida de nuestro protagonista.
Ya atisbo sobre el cerro el halo magenta que
presagia deslumbrantes y tibios rayos solares, que secarán las gotitas que
lentamente pasean por mi desnivelada piel. El último rocío.
Mañana seré pasado y me borraré de la memoria de aquellos a los
que quise.
Escucho el ronco movimiento del camión que
transporta a mis ejecutores, a los encargados de hacer pedazos mi vida y todo
con lo que he convivido durante tantos años. Unas veces compartiendo dolor y
muchas disfrutando de la dicha de los seres amados.
Los últimos momentos con los míos fueron para
despedir, hace unas semanas, a doña Manuela. A dos metros de distancia de mí,
se abrió el portón del lúgubre vehículo donde introdujeron, dentro de una
luminosa caja de nogal, a la anciana que siempre se preocupó de mantenerme
limpio y lustroso y que, en sus primeros años, jugaba a mis pies con una
desgastada muñeca de cartón, mientras me cantaba tonadillas en un lenguaje que
sólo ella y yo conocíamos.
Aquella niña de reluciente organdí que, acompasada
por el tañido de las campanas, caminaba exultante hacia la iglesia del
olivarero pueblo para recibir su primera comunión. Su preciosa melena estaba
ataviada con una corona de rosas secas, que durante el otoño habían crecido con
el mismo sol que templaba mi espalda.
La joven, que yo seguía viendo como una chiquilla,
se apoyaba en mi brazo, mientras Ernesto, que acabaría siendo su esposo, le
regalaba los últimos besos del día, a los que ella correspondía con la más
dulce respuesta, siempre avizor de la mirada de sus padres.
Recuerdo el azul plata de aquel coche americano
que la recogió el día de su boda. Portaba un elegante traje con una larga cola
que intenté sujetar para que no se manchara. Tuve que conformarme con admirar
cómo ensalzaba su adulto y a la vez delicado cuerpo de mujer. Aquella tarde
no eran gotas de rocío las que resbalaban por mi faz.
La recibí feliz de su luna de miel, que se me hizo
eterna, aunque aquel viaje a Granada duró apenas una semana. A la vez quedé
triste, porque las noches no volverían a ser como antes, cuando caía en mis
brazos mientras los de Ernesto la rodeaban.
Transcurridos unos años, volví a disfrutar con sus
hijas Lucía y Marta, que pasaban los días jugando a mi vera, con muñecas, con
casitas, con coches que me cosquilleaban el lomo, y con balones, aunque
recibiera pelotazos de vez en cuando.
Sin embargo, compensaba, pues Manuela me curaba con friegas.
También sentí la cercanía, primero de la mayor y,
pasado unos años, de su hermana, del amor compartido con sus príncipes
antes de recogerse, que su madre percibía condescendiente a través del cristal,
rememorando tiempos pretéritos.
Ahora, después de tanto tiempo, mi existencia es
intranscendente. Me iré y tal vez otro me sustituya. Tras el adiós de la
señora, que hacía años perdió a su Ernesto, las chicas, cada una en su hogar, prefirieron vender la casa. Los nuevos dueños han decidido
reconstruirla, diseñando una nueva distribución que cambiará las entradas de
luz. Y a mí, viejo y humilde alféizar, me quedan unos minutos, con suerte, unas
horas, de contemplar ese cerro y el pueblo entre olivos que cobija y
desaparecer abatido por las mazas de unos gigantes rubios, venidos de más allá
del Danubio, que van golpearme sin piedad.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y compartir en las redes sociales picando en los botones de abajo. Hasta la próxima.
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Cuentón
Yb ignorante en la materia no se que tipo de narración has empleado pero el cuento me ha parecido precioso. Me ha encantado.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado. En cuanto al tipo de narrador, mejor dejarse llevar y no preocuparse por ello. Sobre todo si eres el lector.
EliminarCuentón, te lo ruego, haz el favor de no abusar de novatos como yo. Enhorabuena por este trabajo. Tiene maestría.
ResponderEliminarInteresante visión, sí señor. Me da a mí que tu querida maestra disfruta viendo como humean tus entendederas.
ResponderEliminarUn saludo.
Es una gran amante de la casquería. Creo que su plato favorito es el de sesos fritos. Eméritos saludos, Luis.
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