Se acercaban las fechas fúnebres de santos y difuntos, que en España, desde hace unos años, rivalizan con la más festiva
celebración de la noche de Halloween, de origen celta, aunque la de aquí es
importada directamente de los Estados Unidos, con toda la parafernalia propia
de una película de adolescentes neoyorquinos. Pues Esther nos pidió un cuento sobre ello, pero sólo en la
vertiente clásica de santos y muertos, dejando la de las calabazas para mejor ocasión.
Dio la casualidad de que un día de esos había leído un
artículo publicado en el blog de Olga con el que me sentía bastante identificado,
por lo que decidí convertir a esta periodista –a la que hace años me gustaba
escuchar sus crónicas bélicas en la radio, con esa voz de niña— en una de las
protagonistas de mi cuento, donde quedan fundidas las historias de nuestros
antepasados.
Y qué mejor oportunidad que esta para introducir a The Clash
en la banda sonora de “Los cuentos tontos”. Una canción en inglés en la que se
intercalan como en una sopa de letras, casi irreconocibles, numerosas palabras en español: “Spanish bombs”.
Una sonriente Olga acaricia la rodilla del adormilado Juan, su marido. Con la mano
izquierda mantiene la dirección del vehículo. A cada rato dirige la mirada al
espejo retrovisor, a través del cual contempla el placentero sueño del pequeño Diego.
Por razones profesionales, está acostumbrada a
visitar los más exóticos cementerios, algo habitual en los corresponsales de
guerra. A veces lo hace por fines artísticos o culturales, pero no suele
hacerlo por motivos familiares. No le gusta. Pero hoy acudirá al de la ciudad
donde nacieron sus antepasados, la capital de la provincia de los campos de
Calatrava, por donde Don Alonso Quijano vivió algunas de sus desventuras. Allí
se reunirá con sus padres, sus hermanos, sus tíos y sus primos, a los que no ve
desde hace años.
Mientras escucha un disco de una melódica cantante
persa, que conoció en uno de sus viajes de trabajo, rememora todo lo que ha
tenido que luchar, junto a otros paisanos, para llegar a este momento. Meses de
investigación histórica, de búsqueda de documentación. El trabajo
antropológico, los análisis genéticos. Los portazos de las administraciones,
las trabas judiciales, el resquemor de la gente. Pero mereció la pena.
Vicente era un ferroviario bien considerado que, igual
que desarrollaba su oficio, formaba chavales para trabajar en el ferrocarril.
Debido a su carácter cordial y a su serena mentalidad, deseosa de justicia, era
respetado por la mayoría de los vecinos de la pequeña ciudad donde vio la luz y
encontraría las tinieblas. A partir de la modesta instrucción que recibió en la
escuela, supo almacenar conocimientos que fue adquiriendo por su gran
curiosidad y afán por aprender, que se engrandecieron por su disposición a compartirlos.
Al poco de terminar el servicio militar contrajo
matrimonio y, en no muchos años, tres criaturas jugueteaban por el patio con peculiares
artilugios elaborados por las hábiles manos de Vicente. Aunque sin excesos, la
familia mantenía un día a día desahogado, gracias a las ocupaciones del padre, permitiendo,
a menudo, sacar de un apuro a amigos y vecinos.
Pero a un país que se resiste a prosperar acaban
llegando tiempos revueltos, en donde los amigos reniegan de ti y los que te
suplicaron ayuda desenfundan su dedo acusador. Terminó la guerra fraticida y
Vicente, que no era del agrado de los vencedores, fue fusilado, junto con otros
ciento sesenta, en las tapias del camposanto, siendo inhumados en varias fosas comunes.
Tras aquella hecatombe, una mujer señalada y
aturdida, junto a sus tres pequeños, deambulaban por las calles, víctimas del
escarnio, en busca de caridad cristiana, implorando ayuda a los antiguos amigos.
Transcurrieron largos y tristes años hasta que la pubertad de los niños les
permitió ganarse un sustento que dignificó la vida familiar, aunque ya lejos de
su real villa.
Hoy, Olga, como otros miles de familiares que
reponen flores en las sepulturas de sus difuntos, acudirá al cementerio, y
rendirá homenaje al quijotesco Vicente, su abuelo. Se juntará con sus hermanos,
padres, tíos y primos y con los de los otros cientos sesenta ejecutados como
colofón a una catastrófica victoria. Este mediodía, por fin, se va a inaugurar, en una de las entradas a la
necrópolis municipal, un monumento en honor a los hombres y mujeres a los que segaron
el mañana, a través de una mirilla, por haber defendido sus ideales
democráticos.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y compartir en las redes sociales picando en los botones de abajo. Hasta la próxima.
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Cuentón
Hola Cuentón: nostálgica y dramática la historia que nos traes hoy. De esas que nos hacen resituar las cosas importantes de la vida.
ResponderEliminarUn saludo cordial
Buenos días Cuentón. Bonitos sentimientos, imprescindibles para sustentar cualquier historia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Luis. Historias que deben permanecer en nuestra memoria.
Eliminarhttp://jfbmurcia-mividaenfotos.blogspot.com.es/
Siempre procuro que aflore algún sentimiento, aunque en este caso, es más profundo.
EliminarUn abrazo, José.
http://jfbmurcia-mividaenfotos.blogspot.com.es/
Como siempre, genial
ResponderEliminarGracias, Mari Carmen, por tu fidelidad a mis/tus cuentos.
EliminarLo mejor de todo es que los descendientes de Vicente han recogido y hecho suyos sus ideas de justicia y democracia a través del legado de esos tres pequeños que supieron sobreponerse a la barbarie los de los "salvadores de la patria".
ResponderEliminarNadie se va del todo mientras haya alguien que le recuerde.
Un emocionado recuerdo para el quijotesco Vicente y un abrazo para ti Cuentón.
No tengo nada más que añadir. Un abrazo muy fuerte, Juan Carlos.
EliminarMe contaron esa historia, que redactara en tus cuentos, es historia de una verdad. Por él Vicente
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