Repasábamos en clase sobre
contenidos, temáticas y argumentos de los cuentos, hasta llegar al uso de los
tópicos, que son una mezcla de temas y motivos que funcionan en todas las
culturas habidas y por venir en este mundo. Sus denominaciones... para qué
contar: Ubi sunt (¿dónde están
nuestros muertos?), Beatus ille
(dichoso aquel de vida sencilla), Omnia
vinci amor (el amor todo lo vence)... y muchos más. Es que no sé si
existirá alguna narración que no haya caído en algún tópico.
Pues nos tacaba escribir un
relato en el que utilizásemos uno de ellos. Y yo no quise complicarme la vida.
Así que empleé un barullo de amor, desamor, fidelidad, lo contrario... Vamos,
un cuento sin nada de particular, salvo las ricas pastas que elaboraba la
protagonista.
Al hilo de todo esto, os dejo
con Layla, la canción que Eric Clapton dedicó a Pattie Boyd, mujer de su 'íntimo amigo' George Harrison, para que dejara al beatle
y se casara con él. Y al final lo consiguió. No me extraña, le compuso una de
las más grandes canciones de amor de la historia del rock. Si me la hubiera
dedicado a mí, también le hubiera concedido el 'sí quiero'.
Cada martes y jueves coloca
encima del escritorio de Guillem una bandeja que contiene una taza de chocolate,
otra de café y un platito con carquinyols,
orelletes o panellets; siempre dulces típicos de la tierra. Es la merienda de su hijo y un detalle para David, su
profesor particular de matemáticas.
Laia se casó antes de
cumplir los veinte años con un chico bastante mayor que ella que conoció en una
convivencia cristiana celebrada por parajes del Montseny.
Domènec, que tenía
treinta años y planta de galán, era un miembro activo de una asociación
católica de su pueblo, en el interior de la provincia de Barcelona, donde residía y trabajaba
en el negocio familiar. Durante los periodos de actividad cinegética, ningún
domingo desperdiciaba una mañana de caza. Por la tarde cambiaba de presas, las
encontraba en las discotecas de la comarca. Un fin de semana -no creyeran que
todo era diversión- quebró la rutina para asistir a una convivencia cristiana.
Laia ejercía de
catequista en una iglesia del barcelonés barrio de Les Corts. Era una muchacha
tranquila y discreta que, cuando no se quedaba estudiando, pasaba la tarde con
sus amigas en el local social de la parroquia.
Nadie supo muy bien
cómo se introdujeron aquellas botellas de licor en el recinto, cuando estaba
absolutamente prohibido por la orden religiosa que lo regentaba. Pero en la
noche del sábado se formó una suerte de guateque en algunos de los cuartos. Domènec,
que ya había seleccionado a su presa, desplegó todas sus habilidades para capturar
a la formalita Laia. Corrieron unos tragos y unas caladas y la víctima
sucumbió, quedando malherida.
Por una insensatez,
la cándida catequista se dejó arrebatar sus tesoros más valiosos: dignidad, juventud,
libertad… Sus padres la conminaron a asumir las
consecuencias de sus pecados.
Laia intentó con
denuedo sentir amor, al menos cariño, por Domènec, pero éste siempre la desalentaba.
Sólo Guillem, la consecuencia de aquel desliz, aportaba la energía necesaria
para mantener con vida la delgada unión conyugal. El hombre continuaba con el
negocio familiar en el pueblo, que le ocupaba la mayor parte del día; mientras
que la chica, colmadas todas sus necesidades materiales en la Ciudad Condal, estaba obligada a ser una buena
madre y a tener atendido a su esposo al llegar a casa por la noche. Su única
actividad social se reducía a los cursos y talleres organizados por la
asociación de padres de alumnos.
Laia espera ansiosa
las tardes de los martes y los jueves. Encuentra en David, el profesor de su
hijo, al hombre que hubiera querido como esposo. Educado, culto, cariñoso,
responsable, paciente, atractivo… Posee todas las virtudes que ella valora.
David, al que la
cercanía de Laia estremece, también desea con ansia las clases de matemáticas,
que impartiría sin retribución a cambio. Y no sólo porque las pastas elaboradas
por su anfitriona le parezcan muchísimo más finas que las de la mejor
pastelería del barrio de Gràcia.
De vez en cuando,
nada más terminar el apoyo, el niño sale escopetado
a casa de algún amigo. En esas ocasiones, David se queda un rato charlando con
Laia, mientras toman otro café.
Desde que Guillem
entrena con el equipo de basket del
colegio, estos momentos se repiten con mayor frecuencia. Entre el profesor y la madre surge un creciente clima
de complicidad. Laia, que llega a tener más confianza con el enseñante que con
su esposo, le transmite lo infeliz que se siente en su matrimonio. David, que intima
con ella como con nadie antes había hecho, le confiesa que ninguna mujer había
sido capaz de raptar su corazón.
Con el tiempo, además
de conversar, deciden intercambiar conocimientos. Él domina las ciencias. Y
ella que, además de talleres de repostería catalana, ha participado en cursos
más cadenciosos, le enseña a bailar.
Tango, bolero, vals… Amarraditos.
Bien amarraditos.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y compartir en las redes sociales picando en los botones de abajo. Hasta la próxima.
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Cuentón
Bonito cuento y preciosa canción.
ResponderEliminarGracias, de mi parte y de la de Eric.
EliminarEl amor es impredecible, a veces nos atropella y nos confunde y, en otras, nos llega despacio, con calma y sosiego. Como el agua mansa.
ResponderEliminar¡Oh, el amor! Fuente de felicidad y de dolor. En unos casos vence la primera, en otros, el segundo, a veces conviven. Pero, a priori, ¿quién lo sabe?
EliminarY esto para desengrasar... ¿no?
ResponderEliminarFelicidades.
Es que a las pastitas, aunque son finas, no le faltan calorías. Y hay que compensarlo de alguna manera. Saludos.
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