Estuvimos hablando en clase de
la autoficción o bioficción, que se trata de un recurso narrativo en el que el autor
se quiere confundir con el protagonista, de una forma un tanto maliciosa,
porque hace creer al lector que lo que está contando es un hecho verídico que
ha vivido en primera persona.
En 'Five hundred' comencé con un
alegato social, en relación con unos acontecimientos reales -en este caso, sí-,
pero que termina convirtiéndose en un disparate, ya que todo lo expuesto en la
primera parte del texto queda en entredicho en la segunda.
Ya he comentado en otras
ocasiones que todo lo escrito en este blog es ficción, en el que la historia y
los personajes, incluso a veces el narrador, aunque puedan tener alguna
similitud con otros reales, son inventados. Así que no me juzguéis por lo que
hagan o digan mis criaturas literarias. A veces se retuercen.
The Animals, banda británica liderada
por Eric Burdon, universalizó, con una extraordinaria versión, una canción
popular que avisaba sobre los peligros de los juegos de azar,
particularmente sobre los sufridos por
su protagonista en 'The House of the Rising Sun', un local de juego de Nueva
Orleans. Que qué tiene que ver con el cuento. Leedlo y lo veréis.
Por fin se produjo la
noticia que miles de madrileños llevábamos tiempo esperando. Se había dado
portazo a las pretensiones del anciano, y asqueroso -una cualidad no quita la
otra, ni la pone, pero en este caso conviven -magnate bostoniano, que quería
instalar en la periferia de Madrid un Las
Vegas europeo.
Ya no habría que emprender, afortunadamente, otra nueva
reforma legislativa que deteriorara aún más las vigentes condiciones laborales.
Ni nos preocuparíamos por todas esas multimillonarias infraestructuras que se
pondrían al servicio de ese anciasqueroso
–vean una foto suya y opinarán como yo-, que no sabemos si se iban a amortizar,
pues se sospechaba que el pretendido negocio era un subterfugio para conseguir
dinero fresco y así saldar las millonarias deudas contraídas por el americano
en el lejano oriente. Tampoco habría que temer por la nómina de serviles
prostitutas, bufones y cuentistas que pulularían por las lujosas habitaciones
haciendo felices a los distinguidos tahúres, ni por los desalmados prestamistas
que permanecerían apostados en las inmediaciones de los locales de juego, para
ofrecer dinero a los desdichados ludópatas a un interés casi suicidante.
A las pocas semanas,
escuché otra noticia que, aún siendo opuesta a la anterior, no me desagradó.
Para qué mentir, dado su carácter patrio, hasta me gustó. Las autoridades
regionales habían permitido, después de muchos años de prohibición, la
instalación en la ciudad de Madrid de dos pequeños casinos, apéndices de otros
más grandes situados a más de treinta kilómetros de distancia de la capital.
Pero en este caso, y eso suponía un tanto a su favor, no habría que modificar
la legislación y, muy importante para mí, no se iba a relajar la prohibición de
fumar en locales públicos.
Escuché que uno de
ellos estaba situado en un edificio histórico a unos pasos de la fuente de la
diosa Cibeles. Se habían conservado todas las singularidades de la construcción
original, por lo que aconsejaban su visita, sin necesidad de participar en los
juegos. A tal efecto, ofrecían por Internet entradas gratuitas para dos
personas. Y hacía meses que no salía de casa más que para trabajar.
Pensé que un lunes
sería el mejor día de la semana para conocerlo. Me perfumé –estrené el agua de
colonia de baño que me regaló mi madre hacía tres navidades-, me vestí lo más
elegante que pude -cambié el jersey por un añoso y rugoso blazer negro y la cazadora por una desfasada gabardina tipo Teniente Colombo-, lustré los zapatos –a cuyas suelas le quedaban menos
dibujo que a un folio en blanco-, lavé con jabón mis deslucidas gafas
redondeadas y me adecenté el mostacho. Camino del casino, una gitana, que me
ofreció una ramita de romero, me auguró una velada muy dichosa. No podría
empezar mejor la noche.
En la entrada del
edificio, una despistada rubia con pinta de extranjera, envuelta en un abrigo
de pieles, parecía buscar un cartel con los precios o los requisitos para poder
entrar. Me dirigí a ella, después de mucho tira y afloja conmigo mismo, para
brindarle la mitad de mi entrada. Y, por un momento, me creí George Clooney en
‘Un día inolvidable’, a dos pasos de una Michelle Pfeiffer de treinta años.
Con un inglés
americano, intercalado con alguna palabra en español, aceptó mi ofrecimiento.
Una vez dentro, sin apenas articular palabra, ya que de la emoción aún me temblaba la boca, y las demás partes del
cuerpo, le dejé un aflautado “hasta luego”. Peor, un aflautado y patético “see
you later”.
Recorrí las lujosas
salas del palacete -sin conseguir quitarme a la rubia del pensamiento-
admirándome de los detalles tan extraordinarios que ocupaban cada rincón,
terminando la ruta en un majestuoso salón repleto de ruletas. Allí volví a
encontrarme con la Pfeiffer , que, desde
la mesa más lejana, me obsequió con una hipnotizante sonrisa.
Dudé, pero me acerqué
a ella, que aprobó mi atrevimiento con otra sonrisa. Pensé que iba a esparcirme
por la moqueta como el champán de una copa volcada. Me preguntó si iba a jugar
y le contesté que no. No era mi intención. Sólo pretendía gastarme alguno de
los pocos euros que llevaba en la cartera en tomar un café, pero,
inconscientemente, le ofrecí un cóctel, que, con otra deliciosa sonrisa,
aceptó. En ese momento noté cómo mi estado líquido se transformaba en gaseoso,
aún consciente de que quizás no me llegara para pagar la cuenta. Para mí, pedí
una manzanilla, aduciendo malestar estomacal. Y no mentía del todo.
Ocupamos una mesa en
un rincón, donde la luz de una vela amplificaba aún más su belleza. “¡Qué
calor!”, me dijo en su idioma, y sus dedos se dirigieron al botón superior del
abrigo, que todavía llevaba puesto, y se lo desabrochó. Continuó con los dos
siguientes y, para refrescarse, agitó la prenda por el lado de los ojales,
regalando a mis ojos, tras una lencería casi transparente, un seno de Play Boy.
Tras observar cómo me goteaba la baba me preguntó
si me gustaba. Le dije que sí, con cara de imbécil, y me contestó: “five hundred”. Entreabrí la boca, con un
mayor gesto de idiota, hasta que reaccioné y deduje que me pedía quinientos
euros por acostarme con ella. No acertaba ni a musitar fonema, pero ella añadió
ahora con un español casi perfecto: “Si no tienes, seguro que en la cafetería
de la esquina encuentras a alguien que te lo presta. Búscalo y te hago pasar la
mejor noche de tu vida”.
Me besó en los labios
Michelle Pfeiffer y yo, más parecido
a un Groucho Marx sin cigarro puro que al guaperas de George Clooney, y
sabiendo que al día siguiente tendría que pedir a mi hermano el doble de dinero
para devolverlo en concepto de usura, salí con largas zancadas, dejándome el
culo atrás, en busca del bendito prestamista.
Gracias por leerme. Puedes dejar tu comentario y compartir en las redes sociales picando en los botones de abajo. Hasta la próxima.
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Cuentón
¿Quinientos eurazos? ¿Y sólo tenía un seno? Si llega a tener los dos ni me imagino que te podía haber pedido esa elegante meretriz.
ResponderEliminarSaludos, y no te imaginaba con "mostacho".
Yo tampoco me imagino.
EliminarUn saludo.
¡Como me ha gustado! La entradilla es ajustada, pero no termino de creerme demasiado alguno de sus aspectos.
ResponderEliminarFelicidades.
A lo mejor, en vez de quinientos euros, deberían haber sido trescientos. Haces bien en no creerme. No dejo de ser un farsante.
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