Ese martes, Esther nos estuvo
hablando de la acción narrativa (conjunto de acontecimientos y situaciones que
conforman una historia), de la intensidad del conflicto, de las partes en que
puede dividirse la narración...
Claro está, nos comentó sobre
los diferentes tipos de acción narrativa. Por ejemplo, según el modo de
actuación de los personajes, puede ser positiva,
cuando se hace algo por conseguir un fin, o negativa.
En cuanto a la consecución de este objetivo, puede ser fallida, o lograda.
Pues la jefa de taller nos hizo
un encargo. Nos encomendó la construcción de un relato aplicando algunas premisas
de las mencionadas en el párrafo anterior. No diré cuáles, para no avanzar el
desenlace de la historia.
Seguro que a cualquiera de los
dos protagonistas de este cuento, Ernesto y Farida, no les importaría empezar
de nuevo, y volver a ser un niño o niña, como cantaban Los Secretos.
A Ernesto, que emite
unos apagados gemidos, le caen grandes gotas de sudor que empiezan a mojarle
las lentes. Se pelea con el mando a distancia de la moderna e inmensa
televisión que preside el salón, donde habitualmente, tumbado en el sillón o
sentado en su silla de ruedas, pasa muchas horas al día, ya escuchando música,
leyendo novelas o disfrutando de sus series favoritas. Ahora está solo. Sus
padres están trabajando y la asistenta salió un momento a comprar.
Ha visto crecer a
Farida, la vecina del piso de al lado, y a sus hermanos varones, que nacieron
cuando ya estaban instalados en la urbanización. A través del tabique común
-los largos años de silencio han conseguido desarrollar su sentido del oído más
de lo normal- ha compartido juegos y llantos con ellos, aunque no rezos. Los
chicos han pasado, casi desde que dejaron de gatear, gran parte del tiempo en
el jardín comunitario, jugando al fútbol, subidos en los columpios o patinando,
sobre todo la niña, que lo hace con gran soltura.
La madre de los
niños, Paqui, hija de extremeños, aunque viste chador, nació en el barrio del Picarral, en
Zaragoza, la ciudad en donde viven.
Cuando llegó a su actual domicilio acababa de casarse con Jalil, un joven
jordano que trabajaba en una pequeña fábrica del sector del automóvil, que la
convirtió al Islam.
A Ernesto, al que los
fórceps le produjeron una severa parálisis cerebral que le impide casi la
totalidad de los movimientos y la facultad de hablar, le bajan al patio casi
todos los días. Ya forma parte del paisaje humano y muchos niños le tratan con
cariño, aunque siempre los hay que le faltan al respeto. Él, que va camino de
los treinta años, ya no le da importancia. Le gusta observar los juegos de los
chicos y daría su vida, menos ese día, por formar parte de uno de los equipos
de fútbol que compiten en la cancha y emular a los jugadores del Real Zaragoza
que tanto admira. Farida, que suele pasar a su lado mientras circunda el patio
con sus patines, siempre le mira, algunas veces le sonríe, pero nunca le dice
nada. Ernesto hace tiempo que reparó en la belleza mestiza que iba atesorando la
chica.
Desde hace unos
meses, Farida, que debe andar por los trece años, ya no juega. Sus hermanos se
pasan el día divirtiéndose, pero ella ya no les acompaña. Sólo se la ve cuando
entra y sale de su casa con su madre, vistiendo pantalón largo y blusa hasta
las muñecas en pleno verano. Ayer la vio con un pañuelo cubriendo su preciosa
melena. A Ernesto, que temía la llegada de este momento, se le humedecieron los
ojos.
Ya no sabe qué hacer
con el mando del nuevo televisor. Toca torpemente todas las teclas, pero no
encuentra nada que le sirva. "¿Será porque no está conectado el
wifi?" Llora de impotencia. Encima, Juani, la asistenta, tarda más que
nunca. Escucha los gritos y no puede hacer nada. Sudor, mocos y lágrimas se
mezclan en la comisura de sus labios. "¡Vaya mierda de tele!", se
lamenta.
"¡Por
fin!", respira. Ha conseguido que se le abra un pequeño cuadro de texto en
la pantalla, donde, con mucha dificultad, apretando con su agarrotado dedo
índice, logra escribir algo. A través del tabique, los gritos de Farida,
mezclados con voces de mujeres mayores, se hacen cada vez más intensos.
Llega Juani y se
encuentra con los aullidos de Ernesto. “¿Qué pasa?”, dice asustada, “si sólo he
faltado un momento”. Gira la cabeza hacia la nueva televisión inteligente y, en la línea de búsqueda
en YouTube, lee: “farida auxilio”. La
mujer, arrimándose a la pared, repara en lo que sucede al otro lado y se
apresura a llamar a la policía.
En el hospital,
ginecóloga y enfermeras brindan con un café de máquina. Sólo fue un pequeño
corte que cicatrizará en pocos días. Por unos segundos, no llegó a practicarse
la ablación. Fuera esperan dos mujeres policías, una funcionaria de servicios
sociales del Gobierno de Aragón y Elvira, la representante de la organización Justicia para las mujeres, que hacía
tiempo que no encontraba un caso como éste, pues las mutilaciones suelen
realizarse durante los viajes a los países de origen y a niñas más pequeñas.
Ernesto se encuentra
en cama, con casi cuarenta de fiebre, pero se le pasará, ha comentado el
médico. A pesar de todo, exhibe una sonrisa que transparenta la felicidad que
le invade.
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Cuentón
Muy bueno el cuento.
ResponderEliminarGracias, montañera.
EliminarComo siempre, dando en el clavo. Felicidades.
EliminarAl próximo taller al qué me apuntaré será el de carpintería, para afinar la 'clavatura'. Un abrazo.
EliminarEres valiente, Cuentón. Este relato está bien construido, mezclando sutileza en las formas y contundencia en el mensaje.
ResponderEliminarTu opinión es un halago para mí. Creo que cuando uno está poderosamente armado de palabras puede (cada uno verá si quiere o no) hablar de todo lo que ocurre, o de lo que no ocurre. Un abrazo.
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